Skip to main content

We will keep fighting for all libraries - stand with us!

Full text of "Teatro Completo. T2"

See other formats


TEATRO COMPLETO 



Ministerio de Instrucción Pública v Previsión Social 



BIBLIOTECA ARTIGAS 

Art. 14 de la Ley de 10 de agosto de 1950 

COMISION EDITORA 

Prof. Juan E. Pivel Devoto 
Ministro de Instrucción Pública 

María Julia Ardao 

Directora Interina del Museo Histórico Nacional 

Dionisio Trillo Pays 
Director de la Biblioteca Nacional 

Juan C. Gómez Alzóla 
Director de] Archivo General de la Nación 



Colección de Clásicos Uruguayos 

Vol 88 
Ernesto Herrera 
TEATRO COMPLETO 
Tomo II 

Preparación del texto a cargo del 
Departamento de Investigaciones de la Biblioteca Nacional 



ERNESTO HERRERA 



TEATRO 
COMPLETO 




DONA ION 
Angel <~ u r o 1 1 o 

i ? ; "s 



TOMO II 



MONTEVIDEO 
1965 



LA MORAL DE MISIA PACA 

COMEDIA EN TRES ACTOS 



PERSONAJES 



Misia Paca 

Alicia 

Cahmen 

Alfredo 

Legrand 

Enrique 

Una criada 



ACTO PRIMERO 



Sala modesta. — Al foro dos ventanas que dan a la 
calle. A la izquierda, primero y segundo términos, 
puertas laterales; la primera da al patio y la se- 
gunda comunica con las habitaciones interiores. A 
la derecha, dos puertas en el mismo orden; la pri- 
mera al zaguán y la segunda al patio también. En 
las paredes algunos cuadros. — Sillas, sillones, 
sofaes y rinconeras distribuidas convenientemente. 
Al centro, una mesita de fantasía, sobre la que ha- 
brá colocados ramos, flores, un estuche y otros ob- 
jetos propios para regalos; todo con su correspon- 
diente tarjetita de envío. 

ESCENA I 
Paca y Carmen. 

Carmen. — (Escandalizada.) Pues sí, tía, sí; 

_ muy orondo con su mujerzuela* 

Paca^ — Y los vio a ustedes? 

Carmen. — Que si nos vio? — Figúrese que has- 
ta tuvo la desfachatez de hacernos señas, co- 
mo invitándonos a que pasáramos a su palco! 
Enrique está furioso. Cuando lo vea le va a 
cantar cuatro frescas. El ya me lo ha dicho. — 
Y se las canta, porque usted sabe como es En- 
rique. — Ya lo creo que se las canta. 

Paca. — (Consternada.) Q u ® poca vergüenza, 
Dios mío; qué poca vergüenza!. . . 

Carmen. — Figúrese! Presentarse en público 
con una mujer así — y abochornarlo a uno por 



[9] 



ERNESTO HERRERA 



encima — como si el hecho en sí no fuera ya 
suficiente bochorno. 

Paca. — Qué hijo! qué hijo! — Ese muchacho 
ha perdido la cabeza. 

Carmen. — Pero si es lo que yo digo siempre 
tía; está bien que tengan una mujer, para 
eso son hombres. Pero hay muchas maneras 
decentes de hacer las cosas. Se puede muy 
bien guardar las apariencias. Pero eso de an- 
dar luciéndose por ahí con una mujerota cual- 
quiera, que ni se sabe de dónde salió!. . . 

Paca. — (Con amargura.) Se sabe, sí, hija; des- 
graciadamente se sabe. 

Carmen. — Ah! pero entonces es. . . lo que nos 
imaginábamos? 

Paca — De la peor especie, hija; una de esas. . . 
En fin, tú me comprendes. 

Carmen. — (Triunfal.) Ah! si yo tengo ojo clí- 
nico. Pregúnteselo a Enrique; se lo dije en 
cuanto la vi — Si no hay más que mirarle la 
facha. Y si siquiera fuera bonita o distingui- 
da . pero ni eso, tía; ni eso. (Transición.) En 
fin, en fin, yo no sé; no me explico ciertas 
cosas. 

Paca — (Reticente.) Yo tampoco, hija; aunque, 
muchas veces, hay ciertos casos en que debié- 
ramos explicárnoslas. 

Carmen. — (En guardia.) ¿Que debiéramos ex- 
plicárnoslas? No le entiendo, tía. Porque su- 
pongo que no querrá usted referirse a eso que 
se dice por ahí, del despecho de mi matrimo- 
nio! 

Paca. — No, hija, no; perdona. No he querido 
decir nada con intención; demasiado sé yo que 



[10] 



TE ATEO COMPLETO 



entre Alfredo y tú nunca hubo nada serio. 
Además, sería una estupidez mía querer justi- 
ficarle. 

Carmen. — (Picada aún.) No tendría nada de 
particular; es su hijo. 

Paca. — Por eso, Carmen, por eso. Nadie debe 
juzgarlo más severamente. Por eso mismo. No 
merece tampoco que se le justifique, por otra 
parte. (Pausa,) 

Carmen. — (Sentimental.) Pobre! Me da lásti- 
ma, ¿quiere creer? Un muchacho tan bueno, 
con un porvenir tan brillante como el de él! 
Ahí lo tiene. (Con rabia) Y todo por causa 
de una perdida de ésas. Les tengo un odio! . . . 
Le garantizo que si pudiera, las mandaba que- 
mar a todas juntas, esas asquerosas! (Pansa.) 
En fin, tía; quisiera equivocarme, ¿eh? pero 
usted verá cómo eeto no para ahí. Usted verá. 

Paca. — Qué quieres decir? 

Carmen. — > En fin, ojalá me equivoque, tía; pe- 
ro esas mujeres son muy picaras. Usted va a 
ver como termina casándose. 

Paca. — (Consternada.) Con ella? Pero tú crees 
que Alfredo sería capaz? 

Carmen. — Um, quién sabe. Esas mujeres son 
muy picaras, y hoy en día, se inventan tantas 
cosas! 

Paca. — Oh, no T no! No puede ser; no puede ser, 
Carmen. Alfredo no es capaz. Sería enlodar- 
nos, cubrirnos de vergüenza... a todos! 

Carmen. — Oh, no, eso no, tía; nosotros no tene- 
. mos nada de común con él. El hecho de que 
Alfredo haga una locura, no quiere decir que 



[111 



ERNESTO HERRERA 



nosotras... No faltaba más! Aunque se casa- 
ra cien veces! 
Paca. — Sin embargo. . . 

Carmen. — No, qué esperanza! Nosotros hemoa 
hecho todo lo posible; le hemos cerrado nues- 
tras puertas; hemos cortado toda clase de re- 
laciones con él. ¿Qué más podíamos hacer? 

Paca. — Con todo... Pero no; no hay ni qué 
pensarlo. Alfredo no llegará a eso. 

Carmen. — Sin embargo, es voz corriente; todo 
el mundo lo dice. 

Paca. — Eso! — Se dice eso? 

Carmen. — Se asegura. Se asegura. 

Paca. — (Después de un momento de estupefac~ 
ción. — Con mucha energía.) No, no; te digo 
que no. Te digo que no puede ser. (Luego casi 
entre sollozos.) Sería el colmo! Sería el colmo! 

Carmen. — ( Acercándose a ella cariñosamente.) 
Pobre tía, pobre tía! — Llegar a su edad para 
sufrir estas cosas! — Pobre tía. Yo tengo la 
culpa. Le he causado mucho daño. Yo tengo 
la culpa. 

Paca. — Tú no, hija mía; tú no. Pero en fin, cál- 
mate. Yo te aseguro que no será. — No hable- 
mos más de eso. 

Carmen. — Sí, tiene razón; volvamos la hoja. 
(Pausa. Se levanta, va, hasta junto a la mesita 
y empieza a examinar los regalos, leyendo las 
tarjetitas.) Ajá!, siempre tan agasajada! — 
¿Qué tal? Ha recibido muchos regalos? 

Paca. — Ahí están todos. 

Carmen. — (Toma un ramo y lee la tarjeta.) 
Chelita y Bebé a su querida madrinita. iQué 
monada! — Y será letra de ellos? 



[121 



TEATRO COMPLETO 



Paca. — De Chelita. Está muy adelantada la 
nena. 

Carmen. — Qué ricura! (Toma un florerito y 
hace un gesto.) Uf! — Y esto? (Leyendo la 
tarjeta.) Adela Rodríguez. — Pero qué taca- 
ña! . . . 

Paca. — Oh, esos! . . . 

Carmen. — Pero si están podridos en plata! — 
Mire usted, dos floreros! — Apostaría a que 
no les han costado ni un peso el par! (Exami- 
na ligeramente otros regalos y luego toma un 
estuche, lo abre y comenta:) Ah, mirá: qué 
precioso y qué delicado! Son puras perlas! 

Paca. — Es de Legrand. 

Carmen. — Ah! . . . ¿El pretendiente de Alicia? 
(Deja el estuche y va a sentarse rápidamente 
junto a misia Paca.) Y qué tal? Cuénteme, a 
ver, cuénteme. Cuándo nos dan la gran sor- 
presa? 

Paca. — Parece que muy pronto. Hoy hará su 
pedido oficial. 

Carmen. — Mirá! Tan calladito que se lo te- 
nían! La muy zorrita de Alicia! — Quiere 
creer? — El otro día estuvo en casa y no me 
dijo ni esto. Ah, pero me las va a pagar!... 

Paca. — Qué quieres, hija, estas cosas . . . hasta 
que no se formalizan! 

Carmen. — Sí, eso estará bien con otros pero no 
conmigo. — Entre nosotras que no tenemos 
secretos... Y a propósito: — ¿Y el otro? 

Paca. — Cuál? — Ese tal Carlos? — Aquello era 
un simple pasatiempo. — Alicia nunca lo tomó 
en serio. 



[13] 



EKHBSTO HERRERA 



Carmen. — Oh, no me diga, que hubo un tiempo 
en que estaban! . . . 

Paca. — Bah! . . . cosas de muchachos. Aquello 
no era un porvenir para Alicia. 

Carmen. — Pero si es lo que decíamos siempre 
con Enrique; Alicia merecía algo mejor! Era 
una locura perder el tiempo de esa manera. 
Ahora sí; Legrand ya es otra cosa, — Ha sido 
una suerte, le garantizo, porque hoy en día, 
los novios ... — Pero a todo esto, qué horas 
serán? (Mirando el reloj.) Las once! — Qué 
barbaridad! — Y Enrique que no viene. — 
No, no; tendré que irme sola; no le espero 
más. A Alicia la veré luego. 

Paca. — Entonces, decididamente, no te quedas 
a almorzar con nosotros? 

Carmen. — No, tía, no. Vendremos por la tarde 
con Enrique. ¡Está tan atareado! 

Paca. — Alicia se va a poner furiosa lo que sepa 
que has estado y no la esperaste. 

ESCENA II 

Dichos y la Criada. 

Criada. — Está el señor Enrique. 

Paca. — Y hágalo pasar, pues; ¿qué espera? 

ESCENA III 

Mutis de la Criada. En seguida, Enrique por la 
puerta del zaguán. 

Carmen. — (Asomándose.) Al fin, hombre! Creí' 
que ya no venías. Me estaba despidiendo para 
irme. 



[14] 



TEATRO COMPLETO 



Enrique. — (Entrando.) Sí, me he demorado un 
poco. (A Paca.) ¿Qué tal, tía; cómo está la 
viejita; siempre tan guapa, eh? 

Paca. — No tanto. No tanto. 

Carmen. — Figúrate; si parece que no pasara 
de los cincuenta. 

Enrique. — Y Alicia? 

Paca. — Fue a la iglesia con unas amigas. No 
ha de demorar. 

Carmen. — Ah! ¡qué te cuento! Tenemos que ti- 
rarle de las orejas. Figúrate, la mosquita 
muerta! Nada menos que de noviazgos for- 
males! 

Enrique. — Ajá!... No te decía yo? Está bue- 
no, está bueno. Y para cuándo los dulces? 

Paca. — Parece que muy pronto. Cuestión de 
meses. 

Enrique. — Mirá! Me alegro, me alegro. 

(Se oyen en la calle voces femeninas y ri- 
sas:) — ''Bueno, hasta luego; recuerdos a mi- 
sia Paquita, y muy felices años". 

Paca. — Ahí está. 

Carmen. — Quiénes son las otras? 

Paca. — Las hijas del doctor Rodríguez. 

(Fuera, vuelve a oírse la primera voz entre 
grandes risas:) — "Y cuidado, che, que no le 
vaya a dar por la tragedia". — "Alicia: no, no 
le dará tan fuerte; no hay cuidado. (Ríe.) 
Hasta luego, bandida". 

ESCENA IV 

Dichos y Alicia, que entrará por la puerta del 
zaguán, haciendo adiós con la mano a las amigas 



[ 15] 



ERNESTO HERRERA 



que se alejan. Permanece de espaldas a la escena 
unos segundos; vuelve a reír y luego entra en la 
sala con un gesto de fastidio, en actitud de 
echarse a llorar. Al ver a Carmen y Enrique, 
hace un esfuerzo visible y su aspecto muda com- 
pletamente. Durante toda la escena debe mos- 
trar una jovialidad forzada, extremando las 
risas con marcada nerviosidad. 

Alicia. — Querida! Dichosos los ojos! (Se be- 
san.) Cómo está Enrique? (Le da la mano y 
luego, acudiendo a Misia Paca, la besa en la 
frente.) — Qué tal mamá, demoramos mu- 
cho? — No pensaba encontrarlos. 

Carmen. — Sí, buenos estamos contigo! Ya te 
arreglaremos las cuentas, hipócrita. 

Alicia. — A mí? — no sé! — Por qué causa? 

Carmen. — Sí, por qué causa! Si no estuviera 
tan apurada, ya te arreglaría las cuentas, sí. 
Oh, pero deja nomás. Deja nomás. 

Alicia. — Pero se van ya? 

Enrique. — No, como para quedarnos! Son casi 
las doce. 

Alicia. — Y no almuerzan con nosotros? 

Carmen. — No, no es posible; Enrique tiene mu- 
cho que hacer. Vendremos a cenar, mejor. 

Alicia. — Bueno, siendo así. . . 

Paca. — Yo ya se lo había perdonado. 

Enrique. — Bueno, tía; hasta luego y muy feli- 
ces años. (Se despide.) 

Carmen. — (Haciendo lo propio.) Hasta luego, 
tía. (Besos.) (A Alicia, tomándola por la cin- 
tura.) Y tú, acompáñanos, bandida. (Salen 
juntas, seguidas de Enrique. Se oye la risa de 



[16] 



TEATRO COMPLETO 



ambas; luego Alicia ríe nuevamente y apare- 
ce como en la escena anterior, saludando jo- 
vialmente.) 

ESCENA V 

Dichos menos Carmen y Enrique. 

Alicia. — (Permanece unos segundos aún en la 
puerta y vuelve a reir.) Sí... sí. . . Hasta lue- 
go. 

(En esta escena debe marcarse una transi- 
ción violentísima. Cuando su prima ha des- 
aparecido, vuelve de pronto a su primitivo es- 
tado de ánimo; hace un gesto de fastidio, en- 
tra violentamente, se arranca el sombrero de 
la cabeza y se arroja sobre un sillón, sollo- 
zando ahogadamente.) 

Paca. — (Mirando a Alicia, profundamente sor- 
prendida.) Y eso? — ¿y eso ahora? — ¿qué te 
pasa? ¿te has vuelto loca, muchacha? 

Alicia. — (Entre sollozos.) Nada; déjeme; no 
tengo nada. 

Paca. — Um. . . ya sé; ya sé. No en balde era el 
entusiasmo de las de Rodríguez. Apostaría a 
que te has encontrado con él. 

Alicia. — Ese odioso! ... Lo encontramos a la 
salida de la Catedral. (Pausa.) Está como loco! 

Paca. — Pero te has atrevido a hablar con él? 

Alicia. — Unas palabras, nada más. Quiere a 
toda costa una explicación. 

Paca. — Y tú qué le has dicho? 

Alicia. — Nada; ¿qué había de decirle? que vi- 
niera aquí. Con el genio que tiene, era capaz 
de hacernos una escena en plena calle. 

[17] 

2-2t. 



ERNESTO HERRERA 



Paca. — Has hecho bien; así se le desengañará 
de una vez. 

Alicia. — (Muy pensativa, con un acento de 
marcada tristeza.) Es que... no sé cómo de- 
círselo. Si viera, mamá, cómo estaba!. . . 

Paca. — Bah, bah! tonterías; romanticismos. Ahí 
está lo que sucede con estos malditos drago- 
nes de puerta. Ahora, si se llega a enterar 
Legrand. . . 

Alicia. — Y bueno, bah! Que se entere, última- 
mente. 

Paca. — No; que se entere, no; tendríamos un 
disgusto inútilmente. Tú comprendes que 
él. . . 

Alicia. — Y bueno: que haga lo que le parezca, 
últimamente. Ya estoy harta de sus tonterías. 

Paca. — Pero qué locuras estás diciendo? ¿Que 
no te importa? 

Alicia. — Sí, sí. Que me es indiferente, comple- 
tamente indiferente. Ya lo sabe. 

Paca. — Mira, Alicia; no me exasperes. 

Alicia. — Bueno; déjeme en paz, entonces. 

Paca. — (Mira a Alicia con un gesto de rabia; 
luego va serenándose poco a poco, y después, 
con aparente tranquilidad:) Está bien. Está 
bien. ¿Entonces, quedamos en que estás ena- 
morada de Carlos? 

Alicia, — Lo quiero, sí, lo quiero; demasiado lo 
sabe. 

Paca. — Bueno, entonces. . . no hay más nada 
que hablar. Te casarás con Carlos, entonces. 
Digo, si él está dispuesto. Yo, por mi parte, 
no tengo ningún inconveniente. Me parecía 
mejor Legrand, porque, en fin, como quiera 



[18] 



TEATRO COMPLETO 



que sea, tiene su pasar, y podía ofrecerte con 
su amor todas las comodidades a que estás he- 
cha. Pero, si lo quieres a Carlos tan así, de esa 
manera . . . Después de todo, el muchacho no 
es malo, según tengo entendido. Y con el 
tiempo... Cuánto nos dijeron que ganaba en 
la escribanía? Cincuenta pesos, no? Y bueno; 
ya ves. Es algo. No alcanza para vivir con 
lujo; pero habiendo amor... Contigo, pan y 
cebolla. 

Alicia. — Bueno, basta, mamá; basta! 

Paca. — No, tonta; si es un decir nada más. Si 
para ser feliz en la vida no se necesita gran 
cosa de lo material. — ¿No vive el albañil y 
el carpintero y el peón de la esquina, con me- 
nos, con mucho menos? — Y tienen mujer e 
hijos; y no viven tal mal; y son felices. — Us- 
tedes se quieren, son jóvenes, ¿qué más de- 
sean? ¿Que no se puede andar en carruaje? 
Pues se va en tranvía. — ¿Que no pueden te- 
ner una casa? — Pues se toma una pieza. — 
¿Que no se puede tener sirvienta? — Pues se 
prescinde de ella. En el matrimonio, hija, ha- 
biendo amor, todo lo demás es superfluo. 
Créeme que hay muchas que se han casado 
en peores condiciones. Después de todo, cin- 
cuenta pesos. , . Hay tantos que lo pasan con 
menos! Y después, en último caso, tú no eres 
ninguna inútil, ;qué diablo! Puedes muy bien 
ayudar a tu marido, trabajando en lo que pue- 
das. Sabes bordar... sabes hacer sombreros, 
Sabes coser . . . Hoy le bordas un par de piezas 
a las de Gurmendez, mañana le haces un som- 
brero a Carmen, pasado un vestido a las de 



[19] 



ERNESTO HERRERA 



Rodríguez. . . Las amigas no han de dejar de 
protegerte. 

Alicia. — Oh! Nadie ha hablado de eso! 

Paca. — Es necesario hablar, hija mía; no quie- 
ro que la realidad te tome de sorpresa. Una 
vez que lo quieres y estás resuelta a compar- 
tir su miseria. . . 

Alicia. — Yo no he dicho eso. Demasiado sé yo 
que Carlos no me conviene. Lo que hay es 
que... no sé cómo decírselo. Hombre más 
estúpido! 

Paca. — Quieres que se lo diga yo? — No le 
conozco, pero en un caso así... Se le hace 
pasar y yo le hablo. No ha de ser tan terco 
que no entienda razones. 

Alicia. — No. . . no; deje. Yo se lo diré (Pónese 
de pie, con resolución.) Que lo tome como 
quiera, que píense lo que le dé la gana (Pau- 
sa.) Estoy despeinada? 

Paca. — Arréglate un poco esa onda Pareces 
una presidiaría, f Alicia toma de un mueble 
cualquiera un espejito de mano y se pone a 
arreglarse el pelo, Misia Paca la mira hacer 
socarronamente.) — Si vieras la cara que puso 
Carmen cuando supo lo de tu noviazgo! 

Alicia. — Sí, ya me imagino, esa envidiosa! 
Cree que ella sola pudo casarse. Se llena la 
boca hablando de su Enrique. Hombre más 
antipático y más grosero! Y después hablan 
de Alfredo. Ultimamente si el muchacho ha- 
ce más de una locura, ella tiene la culpa, esa 
veleta! Plantarlo a Alfredo para casarse con 
ese idiota! 

Paca. — Y, m'hija. . . si lo quería. . . 



[201 



TEATRO COMPLETO 



Alicia. — Lo hubiera pensado antes — y no 
hacer lo que hizo! 

ESCENA VI 
Dichos y la Criada. 

Criada. — (Entra alborotadamente.) Señorita, 
señorita! (Al ver a Misia Paca queda descon- 
certada, sin saber qué decir.) 

Paca. — Qué pasa? 

Criada. — (Muy confundida.) Nada... esté... 
La señora llamó? 

Paca. — Yo no he llamado a nadie. 

Criada. — Será hora de tender la mesa, no? 

Paca. — Sí; pon sólo dos cubiertos. Ya no ven- 
drá nadie a almorzar. 

Criada. — (Finge poner en orden algunos obje- 
tos y va acercándose a Alicia Luego, cuando 
está junto a ella, muy disimuladamente:) Se- 
ñorita, ahí en la esquina está el joven aquél. 

Alicia. — (Con naturalidad.) Bueno, mira, dile 
que ahora salgo, que saldré por la verja. Anda. 
(La criada sale muy sorprendida de que se 
hable de esas cosas delante de la señora.) 

ESCENA VII 
Menos la Criada. 

Paca. — Has hecho bien. — Así no te verán 

conversar. 
Alicia. — Se me nota que he llorado? 
Paca. — Sí, pásate el cisne. (Alicia se encamina 

muy irresoluta hacia la puerta del segundó 



[21] 



ERNESTO HERRERA 



término de la izquierda, entra en su habita' 
ción, permanece allí unos segundos, luego 
sale, va hasta donde está Misia Paca y perma- 
nece un momento parada, demostrando gran 
preocupación.) Bueno, mujer, anda de una 
vez, pues El hombre ha de estar esperando. 
Alicia. — Sí; ya voy. (Vuelve, cada vez más 
irresoluta, hacia el primer término de la iz- 
quierda, se entrepara, hace un gesto, se enco- 
ge de hombros y sale resueltamente. Misia 
Paca la mira salir, sonríe y luego vuelve la 
cabeza para observar a través de los vidrios, 
algo que parece preocuparla mucho.) 

ESCENA VIII 
Menos Alicia. 

(Entra la criada, toma el sombrero que Ali- 
cia ha dejado en el suelo, lo lleva a la habi- 
tación de ésta, y vuelve.) 
Paca. — Qué indecencia I 

Criada. — (Mirando a su vez.) Ah!. . . las veci- 
nas? Si viera, señora! Eso no es nada. Hay 
que verla de noche a la sapo relleno 

Paca. — Siempre te has de meter donde no te 
llaman. 

Criada. — (Mirando.) Uy, fijesé; fijesé, señora; 
le ha dado un beso! 

Paca. — Bueno, bueno; basta! Cierra el postigo 
y vete. Con no mirar, asunto concluido. Vete 
a tus quehaceres, pues; ¿qué esperas? 

Criada. — Pero no cierro ahí? 

Paca. — No, no; deja. Deja nomás. (La criada 



[22] 



TEATRO COMPLETO 



sale no de muy buen grado, después de lan- 
zar una última mirada sobre el vidrio. Misia 
Paca, al salir la criada, vuelve a mirar nueva- 
mente. De pronto, se estremece, hace un gesto 
de sorpresa, y vuelve la vista hacia la puerta 
del zaguán,) 



Menos la Criada. En seguida, Alfredo por la 



(Hay una escena muda entre los dos. Misia 
Paca tiene un momento de madre; luego, se 
domina y le mira fríamente. Alfredo, que ha 
entrado en actitud de echarse en sus brazos, 
tropieza con su mirada y queda desconcertado, 
sin saber qué decir.) 

Paca. — Alfredo! Tú?. . . 

Alfredo. — (Con mucha ternura.) Sí, mamá. 
Perdóneme que vuelva; pero... qué quiere; 
hoy es su cumpleaños, y no he podido resis- 
tirme. Toda la vida, toda la vida hemos pasa- 
do juntos este día! 

Paca, — ( Con sarcasmo.) Um! . . . Tienes un ex- 
celente corazón. Tienes un excelente cora- 
zón! 

Alfredo. — No sea injusta, vieja! Usted sabe 
que yo la quiero; usted sabe que yo siempre 
la he querido mucho, a pesar de todo. 

Paca. — Sí, sí, enormemente. Y me lo pruebas 
cubriéndome de vergüenza; matándome a dis- 
gustos con tu encanallamiento. O piensas que 



ESCENA IX 



puerta del foro. 



[23] 




ERNESTO HERRERA 



ignoro tus escándalos? Hoy ha estado aquí 
Carmen. 

Alfredo — Ah' Carmen! — Y ella?... Sí, ha 
venido a disgustarla, contándole una porción 
de enormidades. Me lo imaginaba. 

Paca. — No, no; si es para estar encantada de 
tí; si es una monada lo que estás haciendo! Y 
aún tienes la desvergüenza de presentarte 
ante tu madre. ¡Debiera caérsete la cara! 

Alfredo. — Perdóneme, mamá. Usted no com- 
prende estas cosas ;no puede comprenderlas! 

Paca. — No tengo nada que comprender. Ya lo 
sabes Mientras sigas por el camino que vas, 
no debes acordarte de nosotros para nada ab- 
solutamente. No tienes derecho a manchar 
con tu presencia el hogar honrado de tu fa- 
milia. Y ahora vete. 

Alfredo. — No sea así, vieja; no se ponga así. 
Reflexione un poco. — Cuál es mi delito des- 
pués de todo? — Tener una mujer? Haber ido 
a buscar un poco de amor, allí, en la única 
parte donde he podido encontrarlo? Piense en 
la situación en que me hallaba entonces; us- 
ted lo sabe. 

Paca. — No, no intentes disculparte! 

Alfredo. — No me disculpo, vieja. No tengo por 
qué hacerlo tampoco. Créame, no hay ningún 
pecado en eso; la pobre es buena. [Es buena, 
vieja! 

Paca. — Es buena, no? La pobre! Anda desver- 
gonzado, anda. Sigue, continúa tu vida de ver- 
güenza; abochórname, mátame a disgustos! 
Es lo único que podía esperar de tí. 



TEATRO COMPLETO 



Alfredo. — Vamos... vamos. No se ponga así; 
considere un poco, razone un poco. Escúche- 
me. 

Paca. — Habla, habla! ¿Qué vas a decirme? 
Habla! 

Alfredo. — Qué voy a decirle? Eso. Que razone 
un poco; que se ponga en mi caso por un mo- 
mento. Usted lo sabe; yo no soy ningún per- 
vertido. . . Usted se disgusta inútilmente, ma- 
má. No tiene motivos. 

Paca. — No, qué esperanza! Si eres el mejor de 
los hijos; si vives la más ejemplar de las vidas. 

Alfredo. — Dejemos eso Usted tiene su moral, 
yo tengo la mía. Vivo la vida, como ella mis- 
ma me enseñó a vivirla. No tengo necesidad 
de ocultar nada, no tengo nada de que aver- 
gonzarme. 

Paca. — Y ella? 

Alfredo. — Ella tampoco, vieja. Fue lo que la 
vida le obligó a ser. Es lo de siempre. A ella 
fue la miseria la que la llevó a su vida, como 
a mí fue el dolor el que me arrojó en sus bra- 
zos. Somos dos pingajos de dolor que se han 
juntado en una misma dicha relativa. — ¿Qué 
hay de culpable en eso? 

Paca. — Nada, nada! 

Alfredo. — Naturalmente, madre. Tengo dere- 
cho a mi poco de felicidad; ella también tiene 
derecho. Se ha sujetado a mí, me ha querido 
sin cálculos, sinceramente, honestamente; de 
la manera más honesta que se puede querer. 
Es lo que yo necesitaba entonces; es lo que 
he necesitado siempre. 

Paca. — Desgraciado' desgraciado! Te has ett- 



[25] 



ERNESTO HERRERA 



canallado del todo; te has hecho hasta cínico. 
Ya no tienes escrúpulos, ni vergüenza, ni nada 
que valga. Has descendido propiamente hasta 
el nivel de ella! 

Alfredo. — No; lo que he hecho ha sido elevarla 
a ella hasta mi nivel. 

Paca. — Qué has de elevar tú, desgraciado, que 
eres incapaz de levantarte a tí mismo! Si tu- 
vieras un poco de dignidad, no hubieras des- 
cendido hasta . . . hasta donde fuiste a encon- 
trar ese monumento de virtud. ¿O piensas que 
ignoro? 

Alfredo. — Ah! lo sabe? Bien. Es exactamente 
como se lo han dicho. Era una... cualquiera 
cuando la conocí; una perdularia. Y ya lo ve 
usted; su amor por mí la ha transformado; 
ha conseguido regenerarla. — Y créame mamá 
que es mucho amor el que consigue esos mi- 
lagros. Una mujer podrá perderse por un ca- 
pricho; un solo momento,- un solo traspiés, 
bastan para arrojar en el lodo más inmundo 
a la más inmaculada de las vírgenes. Pero 
purificarla cuando ya está allí, arrancarla a la 
corriente del vicio, regenerarla . . . Eso solo 
puede conseguirse por un amor muy grande y 
con un alma muy pura, vieja. — Para eso hace 
falta un alma muy pura y un corazón muy 
grande! 

Paca. — Te he escuchado, te he dejado decir 
para ver hasta dónde eras capaz de llegar. In- 
feliz, infeliz! Conque un alma muy pura, con- 
que un amor muy grande; una mujer de esa 
especie; una mujer que ha comerciado con su 
amor de la manera más vil! Alma muy pura 



[2«] 



TEATRO COMPLETO 



en una ramera miserable! Infeliz; pobre infe- 
liz! Eres digno de lástima! 

Alfredo. — No seamos injustos, madre; no sea- 
mos injustos. Esa mujer no es menos digna 
que cualquier otra. Ella no tiene la culpa de 
haber sido lo que fue. 

Paca. — Claro! Magdalena! Te sienta bien el 
papel de Jesús. Infeliz! 

Alfredo. — Miremos las cosas tal cual son, ma- 
dre; miremos las cosas tal cual son. No sea- 
mos injustos. Ella no tiene la culpa de haber 
sido lo que fue. Miremos las cosas razonable- 
mente; examinémoslas tal cual son. Usted tu- 
vo la suerte de nacer en el seno de una fami- 
lia honesta; tuvo el cariño de sus padres y con 
él, el ejemplo de todas las virtudes. Le edu- 
caron con esmero, su alma se desarrolló al 
calor de los afectos más puros, hasta que llegó 
a ser mujer, hasta que conoció a mi padre que 
la amó sanamente y la llevó al altar. A usted 
no le costó ningún trabajo ser honrada! 

Paca. — ¿Qué dices? ¿Qué quieres decir? 

Alfredo. — Nada, nada. 

Paca. — No, no; habla. Concreta tu pensamien- 
to, habla! — ¿qué quieres decir? 

Alfredo. — Usted lo exige. — Quiero decir que 
así como nació usted en la familia, hubiera 
podido muy bien nacer en el arroyo; y así 
como se educó y creció entre los afectos más 
puros, hubiera podido desarrollarse entre el 
lodo más inmundo; y así como encontró a mi 
padre que la llevó al altar, hubiera podido tro- 
pezar con un miserable que la arrastrara por 
el fango. Y entonces, le pregunto yo: ¿qué 



[27] 



ERNESTO HUIHEKA 



sería de misia Paca López de Aguilera? Sería 
más que ella, acaso? Está bien segura de que 
sería más que ella? 

Paca. — (Fuera de sL) Miserable, miserable. 
Era lo único que te faltaba, miserable! Máta- 
me, insúltame, ultrájame; compárame con 
ella. Canalla! Canalla! 

Alfredo. — Lo ve? 

Paca. — Fuera, fuera de aquí! en seguida. Con 
ella! Con ella, miserable, con ella. (Lo empu- 
ja violentamente.) Fuera! 

Alfredo. — Sí, sí, ya me voy. (La mira como 
con compasión y luego hace mutis rápida- 
mente.) 

Paca. — Con ella, con ella! Eres bien digno de 
ella. — Es lo único que mereces; es la única 
que podrá descender hasta tí: una mujer de 
venta! Es lo único que mereces: una mujer 
de venta. Una mujer de venta!... (Se echa 
a llorar sobre un sillón.) 

Alicia. — (Aparece por la puerta de la izquier- 
da muy apesadumbrada.) Mamá! . . . 

Paca. — Hija! . . . 

Alicia. — Ya se fue. . . Para siempre! Lo he des- 
pedido! Ya lo he despedido! (Rompiendo a 
llorar.) Ya lo he despedido! 



TELON 



[28] 



ACTO SEGUNDO 



Una antecámara de relativo lujo. 

ESCENA I 
Carmen y Legrand. 

Carmen. — ¡Oh, no diga usted eso, señor Le- 
grand. — Se está aquí deliciosamente. 

Legrand. — ¿Y aún le quedan a usted muchos 
días de exilio? 

Carmen. — (Con un dejo de inconsciente tris- 
teza.) Pocos; un mes apenas! Enrique piensa 
que sus asuntos pueden quedar terminados en 
este mes y esta será probablemente la última 
vez que tenga que ausentarse; al menos por 
ahora. 

Legrand. — Sí, así lo espera, según me dice en 
su última carta. No deja de ser una suerte 
para él. Es decir, para ustedes. 

Carmen. — Sí, sí, ya lo creo; porque cuando se 
está fuera de casa, — aun cuando se tiene la 
suerte, como la tengo yo, de pasar las ausen- 
cias en tan amable compañía, — parece como 
si le faltara a uno calor o perfume, yo no sé; 
algo que no se puede definir, pero que es algo 
indudablemente. 

Legrand. — Sí; y sobre todo cuando se está lejos 
de él; cuando entran en ese algo que falta ca- 
ricias y amores. 

Carmen. — Caricias y amores? Ja ja ja! No es 



[29] 



ERNESTO HERRERA 



ese nuestro caso, señor Legrand. Eso está bien 
para ustedes, los recién casados; pero cuando 
lleva ya algunos años, la vida de matrimonio 
se hace más práctica, más formal, menos so- 
ñadora; le sale al vínculo la muela del juicio, 
como diría Alfredo en sus metáforas odonto- 
lógicas. (Ríe.) 

Legrand. — No deja de tener gracia la figura, 
pero en el caso de ustedes, en tres años, la 
muela del juicio matrimonial no puede haber 
tenido tiempo de carearse; debe ser forzosa- 
mente una muela nuevecita, que recién des- 
punta. — Así lo creo yo, al menos. 

Carmen. — (Corrigiéndose.) Indudablemente. 
En este caso, ha sacrificado un tanto la justi- 
cia en pro de la metáfora. 

Legrand. — (Zumbón.) O de la odontología. 

Carmen. — Lo dice usted. . . 

Legrand. — Para marcar la procedencia cientí- 
fica de la figura. 

Carmen. — Ehl 

ESCENA II 

Dichos y Alfredo (por el foro.) 

Alfredo. — Hablaban de mí? 

Legrand. — Hablábamos de su profesión futura, 

simplemente. 
Alfredo. — Con motivo? . . . 
Carmen. — De una figura retórica. 
Alfredo. — (Zumbón.) De Legrand? 
Legrand. — De Carmen, tranquilícese usted, de 

Carmen. (Tose secamente, como molestado 

por el cigarro de Alfredo.) 



[30] 



TEATRO COMPLETO 



Alfredo. — Ah, perdone, olvidaba que le mo- 
lesta; perdone, cuñado. 

Legrand. — Ha hecho mal en tirarlo; yo ya me 
iba. 

Carmen. — ¿A dormir ya? 

Legrand. — No; a dar una vuelta por ahí. Díga- 
le a Alicia que en seguida vuelvo. Hasta lue- 
go. (Vase por el foro.) 

Carmen. — Hasta luego. 

ESCENA III 
Menos Legrand. 

Alfredo. — Uf ! 
Carmen. — Qué lata! 

Alfredo. — Me imagino, pobrecita! Mucha mo- 
ral y muchos negocios y mucha política. . . 

Carmen. — Y muchas indirectas; Legrand ha 
pescado algo. 

Alfredo. — Tú crees? 

Carmen. — No te quepa duda; de un tiempo a 
esta parte, venimos haciendo demasiado ton- 
terías. 

Alfredo. — Bahl cosas tuyas, querida; ¡qué va 

a pescar ése! 
Carmen. — Oh! no, el caso es serio; no es para 

tomarlo así, 

Alfredo. — ¿Pero es tan grave lo que te ha di- 
cho? 

Carmen. — A simple vista no; pero hace ya días 
que noto en él, los mismos subrayados morti- 
ficantes, los mismos equívocos; y hasta tía. . . 

Alfredo. — Oh no; la vieja está demasiado sa- 



[31] 



V 



ERNESTO HERRERA 



tísfecha con esto que ella llama el "milagro 
de mi regeneración", para que se le ocurra in- 
vestigar las causas. 

Carmen. — Sin embargo . . 

Alfredo — Sí, tal vez sospeche que mi nueva 
vida se deba a alguna esperanza que tú has 
hecho renacer; pero nada más. En ese punto, 
la vieja tiene que estar convencida de que me 
engaño! Si sospechara lo más mínimo, ya nos 
hubiera puesto en la calle a los dos. No la co- 
noces) En cuanto a Alicia y Legrand, por ese 
lado, créeme, no hay nada que temer. Están 
demasiado entretenidos en hacer los palomos, 
para que se les ocurra pensar en otra cosa. Sin 
embargo, por las dudas. . . 

ESCENA IV 

Dichos y Paca. 

Paca. — Albricias, Carmen; un telegrama para 
tí. 

Carmen. — (Sorprendida.; Para mí? 

Alfredo. — Será de Enrique. 

Carmen, — (Toma el sobre, lo rompe nerviosa- 
mente y lee muy confundida.) Sí . . de Enri- 
que. (Vacilante.) "Embarco esta noche. Salu- 
dos." 

Paca. — (Observando la confusión de Carmen.) 

Ave María, hija! Te has quedado. . . 
Carmen. — (Disimulando.) La nerviosidad. 

Siempre que recibo un telegrama, me asalta 

el temor de una desgracia. 
Alfredo. — A la verdad que es un aparatito el 

£32] 



TEATRO COMPLETO 



tal telégrafo! . . . Parece inventado expresa- 
mente para comunicarle a uno noticias des- 
agradables. 

Paca, — Sin embargo, en este caso . . . 

Carmen. — No puede ser más grato el conteni- 
do, a la verdad. ¡Estoy tan contenta! . . . 

Paca. — No es para menos. Van para dos meses 
que está ausente. 

ESCENA V 
Dichos y Alicia por la derecha. 

Alicia. — ¿Salió Legrand, mamá? 

Alfredo. — Ah! se me olvidaba; te dejó dicho 
que volvía en seguida. (Busca encima de la 
mesita, entre los libros; toma uno y sale por 
el foro, después de cambiar con Carmen una 
mirada de inteligencia.) 

ESCENA VI 

Menos Alfredo. 

Alicia. — ■ (Por el telegrama.) Noticias? 
Carmen. — Sí. . . de Enrique. Embarca esta no- 
che. 

Alicia. — Pero cómo! ¿No pensaba quedarse 
todo este mes? 

Paca. — Ha desistido, según parece. 

Alicia. — Mirá! — Me alegro! Te felicito. 

Paca. — ¿Le has preparado el chocolate a Le- 
grand? 



I-8t. 



[38] 



ERNESTO HERRERA 



Alicia. — Es lo que iba a hacer. (A Carmen.) 

Me acompañas? 
Carmen. — Sí, ahora voy. (Alicia sale por la 

izquierda. Carmen queda muy preocupada 

dando vuelta el telegrama entre los dedos.) 

¿Están sin cocinera? 

ESCENA VII 
Menos Alicia. 

Paca. — No, minaos de Legrand; el chocolate 
preparado por ella le resulta mejor. — Tonte- 
rías de recién casados. 

Carmen. — Está bueno. (Pausa.) 

Paca. — (Observándola.) Te ha dejado preocu- 
pada la noticia! 

Carmen. — No . . . preocupada no. Me ha sor- 
prendido. Como en la carta de ayer me habla- 
ba de volver a fin de mes... (Pausa.) (Las 
dos mujeres quedan un momento pensativas. 
Luego Carmen s de pronto, como para dejar 
escapar una pregunta.) 

Carmen. — Tía. 

Paca. — En? 

Carmen. — (Sin saber qué decir.) Nada. — • ¿Te- 
nía algo que decirme usted? 

Paca. — No. . . no. . . Particularmente no. — Por 
qué me lo preguntas? 

Carmen. — (Dando vueltas al telegrama entre 
los dedos.) No sé. . . Por nada. . . Me parecía. 

Paca. — (Observándola fijamente. — Con rm*- 
cha intención.) No. . . Ahora ya no. 

Carmen. — Eh!. .. 

Paca. — No, nada. Nada. 

£34] 



TEATRO COMPLETO 



ESCENA VIII 
Dichos y Alfredo. 

Alfredo. — (Entra rápidamente ) Carmen! (Al 
ver a mista Paca, como tratando de disimular, 
pénese a buscar entre los libros.) ¿No has vis- 
to por ahí mi libro de química? 

Paca. — Uno de tapas rojas? — Ahí está. — Lo 
habías dejado tirado. 

Carmen. — (Muy confundida.) Estaba en mi 
cuarto, no? — Fui yo que estuve ojeándolo 
esta tarde. 

Paca. — Ave María, hija! — te has puesto como 
un tomate? 

Alfredo. — (Tratando de disimular. En tono de 
broma.) Buscabas la piedra filosofal? 

Carmen. — Yo qué sé. Curiosidad. 

Alfredo. — (Toma el libro, y disponiéndose a 
salir.) Me has hecho perder como una hora 
buscándolo. Si me reprueban, lo cargaré a tu 
cuenta. (Mutis.) 

Carmen. — (Risueñamente.) Qué estudioso!... 

Paca. — Está desconocido. ¿No lo ves? Estudia, 
no sale nunca, y hasta a la fulana... pa- 
rece que la ha dejado definitivamente. En fin, 
hija; todo un triunfo. Un verdadero milagro. 

Carmen. — Sí, efectivamente. Un verdadero mi- 
lagro. Lo hemos reconciliado" con la virtud. 



[35] 



ERNESTO HERRERA 



ESCENA IX 

Dichos y Alicia, que cruza hacia su habitación 
con una bandeja con pocilios. 

Alicia, — Aquí me tienes, hija; de cocinera. 
Carmen. — Siempre que no sea más que para 

hacer golosinas . , . 
Alicia. — (Aparece de nuevo sin la bandeja.) 

Vienes? 

Carmen. — En qué andas, ahora? 

Alicia. — En mis preparativos; ya lo ves: cho- 
colate, pocilios, tostadas... 

Carmen. — Me seduces por el lado de la dul- 
zura. 

Alicia. — Alfredo anda por allí, también. ¿Vie- 
nes, mamá? El chocolate para ustedes ya está 
servido. 

Paca. — Vayan, vayan ustedes nomás. 

ESCENA X 

Menos Carmen y Alicia. En seguida Legrand. 

(Misia Paca vuelve a tomar el telegrama 
que Alicia ha dejado sobre la mesa, y lo lee 
nuevamente, muy preocupada.) 

Legrand. — Buenas noches, mamá. 

Paca. — Buenas, hijo. Has andado de paseo? 

Legrand. — Sí, salí un momento a tomar un po- 
co de aire. ¿Ha venido telegrama? 

Paca. — De Enrique. Embarca esta noche, 

Legrand. — Ah! Sí, sí. 



[36] 



TEATRO COMPLETO 



Paca. — ¿Sabías tú? 

Legrand. — No, pero no me sorprende Yo le 

escribí ayer. 
Paca. — ¿Andan mal sus negocios por aquí? 
Legrand. — No, no es eso. Otras cosas. Asuntos 

íntimos. Un pequeño escrúpulo de parte mía. 
Paca. — Un escrúpulo. 

Legrand. — Sí, hasta cierto punto. Se trata de 

Carmen. 
Paca. — De Carmen! 

Legrand. — Sí; como cuando Enrique la dejó 
con nosotros, Alfredo no estaba en casa, y aho- 
ra ha venido a vivir aquí, según parece, me 
he creído en el deber de comunicárselo. Claro 
está que sin darle al asunto trascendencias 
inútiles. Le daba la noticia nomás, como un 
acontecimiento familiar de segunda impor- 
tancia. 

Paca. — No entiendo, hijo mío. — ¿Es que aca- 
so sospechas algo de Carmen? 

Legrand. — ¡Oh! no, mamá! ¡qué esperanza! — 
La tengo a mi prima en el concepto de toda 
una señora; pero... 

Paca. - — Pero qué? 

Legrand. — Eso; que quizás a Enrique no le pa- 
rezca bien. Y como hemos sido nosotros los 
que insistimos en que Carmen quedara aquí. 

Paca. — Fui yo la que insistí en ello, y esto es 
precisamente lo que debiera tranquilizar sus 
aprensiones. 

Legrand. — Oh no, no; no lo tome usted como 
un reproche que sería una injuria — no se- 
ñora. Se trata simplemente de una cuestión 
de delicadeza. Por otra parte, yo tampoco ten- 



[37] 



ERNESTO HERRERA 



go ningún motivo para sospechar nada de 
Carmen... ni de Alfredo; sólo que, como co- 
nozco un poco el mundo y sé que no necesita 
mucho para murmurar. . . 
Paca. — (Secamente.) Tranquilícese; tranquilí- 
cese usted, hijo mío. A pesar de su conoci- 
miento del mundo, esta vez sus escrúpulos no 
tienen razón de ser. Se equivoca usted lamen- 
tablemente. 

Legrand. — Oh, no tan lamentablemente; no tan 
lamentablemente. Alfredo y Carmen han sido 
novios según tengo entendido. Ya ve usted 
que la gente. . . 

Paca. — (Poniéndose de pie, airada.) No veo 
nada. Conozco a mi sobrina y sé que es inca- 
paz de faltar en lo más mínimo a sus deberes. 

Legrand. — Le repito que está predicando a un 
convencido. Tengo a mi prima en el mejor de 
los conceptos. 

Paca. — No lo demuestran así sus insinuaciones. 
Pero en fin, mañana estará aquí Enrique y 
Carmen volverá a su casa. (Mutis violento. 
Legrand la mira salir, hace un gesto, toca el 
timbre y entra en su habitación.) 

ESCENA XI 

Menos Misia Paca. La Criada. 

Criada. — (Asomándose.) Llamó el señor? 
Legrand. — (Asoma a la puerta.) Sí. — ¿La se- 
ñora está en el comedor? 
Criada. — Sí señor. — ¿Le digo que venga? 
Legrand. — No, no. Deje nomás. (Entra de nue- 



[38] 



TEATRO COMPLETO 



vo y cierra la puerta. La criada avanza muy 
preocupada, saca una carta del peto del delan- 
tal, la mira, la da vueltas entre los dedos, lue- 
go la oculta rápidamente y se pone a arreglar 
los libros como disimulando.) 

ESCENA XII 

Dichos y Carmen. 

Carmen. — (Sentándose.) ¿Acomodas? ¿A esta 
hora? 

Criada. — No señora. Estos libros . . . 

Carmen. — ¿A ver, a ver? No me vayas a per- 
der la página de ése. Dámelo. 

Criada. — (Dándoselo abierto.) No lo había to- 
cado. 

Carmen. — (Mirando la página.) Ah' sí, sí; está 
bien. (Empieza a leer.) (La criada pone en 
orden algunos objetos y hace mutis por el fo- 
ro. Carmen continúa leyendo unos segundos.) 

ESCENA XIII 
Menos la Criada. Entra Alfredo por la izquierda. 
Alfredo. — Carmen. 

Carmen. — ( Volviéndose .) Jesús! Me has asus- 
tado. 

Alfredo. — Es necesario que hablemos. 
Carmen. — Ahora no, Alfredo, no seas impru- 
dente. 

Alfredo. — Y cuándo, entonces? Es necesario 
que hablemos, de cualquier modo. Por qué no 



[39] 



ERNESTO HERRERA 



ha de ser ahora? La vieja está en el comedor, 
entretenida con Alicia. No vendrán todavía; 
podemos hablar. Es necesario. 
Carmen. — Sí, es necesario! Eso se dice muy 
fácilmente. 

Alfredo. — Cuando no le importa a uno nada, 
no? 

Carmen. — Oh! no he querido decir eso. Pero 
comprende. Estamos en una situación terri- 
ble; cualquier imprudencia nos perdería. 

Alfredo. — O nos salvaría, qué diablo! 

Carmen. — Pero estás loco, Alfredo? ¿Qué di- 
ces? 

Alfredo. — Eso. Que lo deseo. 

Carmen. — Que lo deseas? 

Alfredo. — Sí, Carmen, sí; es necesario que lo 
sepas. Me mata esta situación de eterna se- 
gunda parte en tus amores. No me resigno a 
eso. Te quiero mía, únicamente mía! ¿Entien- 
des? 

Carmen. — ¿Y no lo soy, acaso? 

Alfredo. — Esa es la ilusión que nos hacíamos; 

pero ya ves como no. Mañana volverá él, y 

volverás a ser suya Porque le perteneces... 

porque eres de él. Eres de él, mal que nos 

pese! 

Carmen. — Tú no me quieres, Alfredo. Tu amor 
es demasiado egoísta para ser verdad. Si me 
quisieras como dices, no desearías mi perdi- 
ción. 

Alfredo. — Tu perdición! Tu perdición! En fin; 
tienes razón, después de todo. Exi]o dema- 
siado. El amor furtivo no da derecho a tanto. 



[40] 



TEATRO COMPLETO 



Carmen. — 0h T no hagas ironías, Alfredo; no 
tienes derecho. 

Alfredo. — Que no tengo derecho! ¿Y mi amor? 
¿Y mis celos? 

Carmen. — Tus celos? — Pero qué locuras di- 
ces? — De manera que eres tú?.. 

Alfredo. — ¿Y quién entonces? — ¿No vendré 
a ser acaso el único burlado? — El te cree 
suya, lo ignora todo, y es feliz en medio de su 
ignorancia, sin que una duda turbe su sueño, 
sin que una idea martirice su pensamiento. En 
cambio yo, ¿te imaginas tú mi tortura; esta 
maldita obsesión que me hará verte siempre 
en sus brazos; este martirio de sentir eterna- 
mente en tus labios el sabor de sus besos, de 
pensar eternamente que te amo sobre sus amo- 
res y te acaricio sobre sus caricias? 

Carmen. — Oh, me haces sufrir; me haces su- 
frir demasiado! Ponte en mi situación; consi- 
dera un poco! Qué más puedo hacer yo? 

Alfredo. — Qué más puedes hacer? Eso: aban- 
dónalo, vente conmigo. 

Carmen. — Oh, no me pidas eso, Alfredo! pién- 
salo un poco; sería mi caída, mi renuncia a 
todo, mi deshonra! 

Alfredo. — Tu deshonra! Y qué es eso? Me 
amas, eres mía, no lo quieres al otro — y fin- 
ges y aguantas y permaneces a su lado r ¿No 
te parece que sería más honrado decírselo 
todo, saltar por encima de todo, concluir de 
una vez con esta odiosa farsa que nos enve- 
nena? 

Carmen. — Oh, no; no puede ser, Alfredo! Píde- 



[41] 



ERNESTO HERRERA 



meló todo, menos eso. Sería mi perdición! En- 
tonces. . . 

Alfredo. — Sí, entonces dejarías de ser una mu- 
jer honrada. Mi madre no te lo perdonaría. 

ESCENA XIV 
Dichos y Alicia por la puerta del patio. 
Alicia. — Conferencia? 

Carmen. — (Dominándose.) Sí... un poco de 
prosa. 

Alfredo. — Eso, prosa; prosa trivial. 
Alicia. — ¿Y se trataba? 

Carmen. — De tonterías. ¡Las eternas locuras 
de Alfredo! 

Alfredo. — Sí, tonterías: bueyes perdidos. Tú 
puedes continuar en mi lugar. Voy a ver si es- 
tudio un rato. (Mutis.) 

ESCENA XV 

Menos Alfredo. Carmen queda un momento en 
silencio, tratando de ocultar su rostro a las mi- 
radas de Alicia. 

Alicia. — ¿En qué piensas? 

Carmen. — En nada. (Luego, forzadamente.) Me 
estaba acordando . . . del encuentro famoso de 
la vez pasada. No habíamos hablado de eso. 
Pero, che, quién iba a pensarlo! ¿Te fijaste 
cómo se puso? Bien dicen que donde fuego 
hubo . . . 

Alicia. — (En tono casi de reproche.) Yo no sa- 
[42] 



TEATRO COMPLETO 



bía que Carlos había vuelto a frecuentar tu 
casa. Tú nunca me habías hablado. 

Carmen. — ¿No te había dicho? Hace tiempo. 
Tú sabes que siempre han sido amigos con 
Enrique. ¿Pero no te lo había dicho entonces? 

Alicia. — Si me lo hubieras dicho, no habría 
ido. 

Carmen. — Hija, supongo que no pensarás que 
el encuentro fue provocado por mí. 

Alicia — Oh, no, Carmen! ¿Cómo puedes supo- 
" nerlo? Sólo que, como tú comprenderás. . . No 
está bien. 

Carmen. — ;Ave María, mujer! Si por el hecho 
de haber tenido amores con una persona, no 
fuéramos a poder tratarla después de casa- 
das . . . Para tí debe ser lo mismo que si no lo 
hubieras conocido nunca! 

Alicia. — Sí, tienes razón; tienes razón, pero. . . 

Carmen. — Ah!... Comprendo! 

Aucia. — ¿Qué quieres decir? 

Carmen. — Nada; que a las mujeres/ el afán de 
casarnos pronto y de cualquier manera, nos 
hace hacer muchas tonterías, hijita. 

Alicia. — Carmen! 

Carmen. — Bah! ¿Vas a decirme que no lo que- 
rías cuando lo dejaste para casarte con Le- 
grand? Recuerda que. . . 

Alicia. — ¡Carmen, tú! 

Carmen. — Pero no seas tonta, mujer! Si no hay 
ningún delito en eso; si eso es precisamente 
lo que contribuye a realzar más tu virtud! 
Serle fiel al marido queriéndolo . . . Vaya una 
gracia! En cambio, tener otro amor que nos 
aturde dentro del pecho, llamándonos, invi- 



[43] 



ERNESTO HERRERA 



tándonos a una dicha que tiene todos los en- 
cantos de un edén cerrado; y tener el estoi- 
cismo suficiente para permanecer sordas a la 
voz del corazón — y continuar al lado del que 
nos es indiferente y hasta odioso muchas ve- 
ces, sólo por respeto a nuestra dignidad de es- 
posas! Ahí está la verdadera virtud! 

Alicia. — La verdadera virtud! La verdadera 
virtud! Acabas de hacer una amarga ironía, 
querida! 

Carmen. — De manera que . . . 

Alicia. — Sí, Carmen, a tí no puedo ocultártelo; 
soy muy desgraciada! 

Carmen. — Alicia! 

Alicia. — Sí; — vas a reprochármelo quizá. — 
Es justo. Tú eres feliz con tu marido; tú no 
comprendes eso! — Tú no sabes lo triste, lo 
amargo que es sentirse joven y fuerte, sentir 
la sangre en las venas que nos llega galopan- 
do al corazón, como una imperiosa exigeneia 
de la vida, que nos reclama amores puros, sin- 
ceridad! Y tener que fingir siempre! — ¡Te- 
ner siempre y en todos los momentos que fal- 
sificar ternuras, que mentir amores, para arro- 
járselos a un intruso que se cree nuestro due- 
ño! ¡Oh!, tú no sabes lo doloroso que es eso! 

Carmen — Calla Alicia, calla; no digas más! 
Me haces daño! Me haces daño! 

Alicia. — A tí, Carmen! — Quizá tú también, 
pobrecita! — ■ Sí, tú y aquella y la de más allá 
y casi todas! — Es muy triste pensarlo; es 
muy triste, querida! (Pausa.) 

Carmen. — Pero me dejas asombrada! — De 
manera que entonces. . . 



[441 



TEATRO COMPLETO 



Alicia. — Sí, desde aquella vez, desde aquel en- 
cuentro, la vida es un infierno para mí. — 
Tú sabes lo que son esas cosas. El amor per- 
manece oculto en un rincón del alma; se le 
cree muerto! [Se llega hasta olvidarlo! ¡Y de 
pronto renace y crece y se torna más potente 
y más imperioso y más irresistible! Yo no sé; 
yo no sé. . . 

Carmen. — Pero tú. . . ¿luchas todavía? 

Alicia. — Y lucharé. Lucharé y venceré. Ten- 
go fuerzas para resistir, para no dejarme 
arrastrar. Pero temo, sin embargo! 

Carmen. — Oh sí, lucha; lucha, Alicia! Evítalo! 
Evítalo! 

Alicia. — Sí. He ahí la virtud de que hablabas! 
Sustraernos, negarnos al amor; ocultarlo, ven- 
cerlo, extirparlo, como una mala simiente! — 
Y seguir mintiendo! y seguir mintiendo! Si 
supieras todo lo que yo lucho por vencer a 
mi sinceridad que se revela! — Muchas ve- 
ces, cuando lo tengo a mi lado; cuando siento 
su aliento junto a mi cara; cuando oigo su 
voz, pidiéndome amores; me entra una rabia 
sorda, contra mí misma, contra él... Qué sé 
yo! Me enloquece el deseo de revelarlo todo, 
de saltar por encima de todo y decirle de una 
vez: sal, no te quiero, no puedo ser tuya, no 
puedo ser tuya! (Rompe a llorar.) 

Carmen. — Ave María! ; qué locuras, Alicia! . . . 
No hay necesidad de llegar a esos extremos. 

Alicia. — Sí, te comprendo; \el adulterio! La 
mentira que se complica, que se hace más as- 
querosa todavía! El eterno engaño; siempre 
el engaño y por encima, el constante ultraje 



[45] 




ERNESTO HERRERA 



al amado verdadero, obligado siempre a la 
obsesión eterna de nuestra mentira, obligado 
siempre a la idea íija de que las caricias, las 
ternuras nuestras, no son sino un asqueroso 
duplicado de las ternuras y las caricias que 
le damos al otro. ( Reparando en Carmen que 
ha echado a llorar,) Qué! ¿Lloras? — Perdó- 
name, Carmen! — Quizá tú. . . 

Carmen. — Oh, no! ¿Cómo puedes pensarlo? — 
Es solo la idea la que me ha hecho daño. Pero 
mira; no hablemos más ¿Para qué? Esto no 
tiene remedio! 

Alicia. — Tendría; tendría! 

Carmen. — El divorcio! 

Alicia. — El divorcio! Cómo y con qué derecho, 
infeliz! La ley te contestará que debes estar 
contenta de tu marido, puesto que no te deja 
faltar ni el pan ni sus caricias! No, hay otro; 
más radical; más verdad! 

Carmen. — Oh, no, Alicia! El escándalo! Es de- 
masiado funesto! Es demasiado funesto! — 
Mejor será dejarlo así; que las sombras sigan 
cubriendo las desnudeces de nuestra honesti- 
dad! 

Alicia. — Quizás tengas razón; quizás tengas 
razón! — Pero son tan tristes, tan espantosas 
las ruinas de nuestros sueños! — ¡Vivir! 
¡amar! ¡ser felices! ¡dárselo todo al amado! 
¡poder exigirlo todo de él! — ¡Vivir!. . . ¡vivir 
esplendorosamente el amor! ¡la vida! 

(Se oye adentro la voz de Legrand que lla- 
ma: Alicia! Alicia!) 

Carmen. — La realidad! 

Alicia. — (Acudiendo.) Voy, voy. (Entra y $e 



[46] 



TEATRO COMPLETO 



oye su voz.) No sabía que estuvieras ahí. Es- 
taba con Carmen. — Necesitas algo? — Sí? — 
(Se oye confusamente la voz de Legrand y 
suenan unos besos.) 

ESCENA XVI 

Dichos y Misia Paca, que entrará por la segun- 
da puerta de la izquierda. 

Paca. — (Al oír los besos se detiene, sonríe pi- 
carescamente y luego, dirigiéndose a Carmen, 
que se ha puesto de pie, dando la espalda co- 
mo para ocultar su emoción.) ¡Hola! ¿Idilio? 

Carmen. — (En un supremo esfuerzo por domi- 
narse.) Parece! Parece! ¡Son muy felices! 

Paca. — En plena luna de miel, hijita; ahora 
como el primer día: ¡En plena luna de miel! 



TELON 



i «3 



ACTO TERCERO 

La misma decoración del acto anterior. 

ESCENA I 
Carmen, Faca, Enrique y Legrand. 

Paca. — ¿En el de las 10? 

Enrique. — Sí, en el "Eolo". Caxmen no conoce 
la "vecina orilla", y como es posible que to- 
davía tenga que demorar allí un par de me- 
ses. . . 

Legrand. — Bien hecho. Yo también hace tiem- 
po que tengo la idea de una escapadita hasta 
allí. Lo malo es este maldito trabajo, que no 
le da a uno tregua para nada. A Carmen va a 
sentarle bien el paseo. 

Paca. — Y con las ganas que tenía de ir! 

Legrand. — Sí, y sobre todo, estando Enrique 
allá. 

Carmen. — Sí, claro; eso principalmente. Lo 
que no le perdono es que me haya robado es- 
tos dos meses. Debió llevarme desde el prin- 
cipio, ya que lo pensaba. ¿No le parece? 

Legrand. — Sí, efectivamente; pero . . . 

Carmen. — Sí, sí; ya sé. Una temporadita de va- 
caciones, de dragoneos. Pasar por solteros, ha- 
cer conquistas, divertirse; olvidarse de que 
son casados. Eso les sienta bien a todos los 
maridos. 



[481 



TEATRO COMPLETO 



Paca. — Ya apareció aquello. 

Legrand. — Son cargos graves, amigo! 

Enrique. — Bah! demasiado sabe Carmen a qué 
atenerse a ese respecto. Me conoce lo sufi- 
ciente para no pensar en serio semejantes co- 
sas. 

Carmen. — Sí, sí; pobres de nosotras! Siempre 
conocemos lo suficiente a nuestros maridos, y 
sin embargo . . . 

Legrand. — Bah! Aprensiones, aprensiones. A 
ustedes les seduce de tal manera la idea de 
tener a don Juan Tenorio por marido, que se 
pasan viendo a doña Inés hasta en la cocinera. 

Paca. — Y no siempre andamos descaminadas. 

Carmen. — Sí, eso digo yo. Lástima que no esté 
aquí Alicia, para decirnos lo que opina! 

Legrand. — ¿Salió Alicia? 

Paca. — Sí. . . no sé. Creo que fue a hacer unas 
compras ... o unas visitas ... no sé. 

Legrand. — Pero ... no reciben hoy, ustedes? 

Paca. — Sí, pero supongo que vendrá. No ha 
de demorar tanto en volver. 

ESCENA II 

Dichos y Alfredo. 

Alfredo. — ¿Con que de marcha, entonces? 
Enrique. — Así es. 

Alfredo. — Un paseíto saludable, ¿Y por mu- 
cho tiempo? 

Enrique. — No sé. — Tal vez nos radiquemos 
allí definitivamente. — ¿Decía, Legrand? 

[49] 

4 - 2t. 



ERNESTO HERRERA 



Legrand. — Hablábamos con Carmen, del viaje. 
Parece que ya no tiene miedo de naufragar. 

Enrique. — Oh, no hay peligro 

Alfredo. — (Sarcástico.) Sí, los barcos moder- 
nos son de muy sólida construcción. 

Paca. — Sin embargo, se dan casos. . . 

Legrand. — Bah!; un porcentaje insignificante, 
Y después, con los medios de que se dispone 
actualmente. . . 

Alfredo. — Sí; y en el peor de los casos, lo más 
que suele pasar es que se hunde el barco. — 
El contingente se salva siempre de cualquier 
manera. 

Carmen. — Sí; se ha progresado mucho en ese 
sentido 

Paca. — Y lo que es a tí, no parece que te pre- 
ocupe mayormente el asunto. 

Legrand. — Oh! no, no. Tenga la seguridad de 
que no renunciaría al viaje por un riesgo más 
o menos. — ¿Verdad? 

Carmen. — No, efectivamente. 

Alfredo. — Cuestión de temperamento. 

Legrand. — O de ganas de ir. 

Enrique. — Sí; también, también' — Alicia está 
demorando. 

Carmen. — Si. . . si tienes mucha prisa, nos des- 
pediremos luego. 

Paca. — Sí, eso es. En la dársena. 

Enrique — Sí; será lo más práctico; porque aún 
tengo mucho que andar, hoy. 

Carmen. — Podíamos hacer una cosa: Vienen a 
buscarnos a casa y luego vamos todos juntos; 
les queda de paso. 

Paca. — Sí, eso es; eso es. 



[50] 



TEATRO COMPLETO 



Enrique. — Superior! — ¿Usted viene ahora 

con nosotros, no? 
Legrand. — Sí, sí. Vamos a ver si arreglamos eso 

de una vez. 

Enrique. — Bueno, hasta luego, entonces. Sa- 
lud, amigo — hasta más ver. 

Alfredo. — Felicidad! felicidad! — Adiós,- Car- 
men! 

Carmen. — Alfredo! . . . 

Alfredo. — Adiós, prima. — Y no tengas miedo; 
no naufragarás. ¡Tú no naufragarás nunca! 

ESCENA III 

Salen Legrand, Enrique, Carmen y Misia Paca. 
Se oyen fuera besos y voces de despedida. 
Alfredo ha vuelto a sentarse junto al escritorio, 
y apoya la cabeza sobre la mano. Queda así un 
momento; luego, se levanta, mira por la puerta, 
vuelve al escritorio, se sienta nuevamente, saca 
un revólver del cajón, lo examina un momento, 
se cerciora de que está cargado, y luego lo mete 
en el bolsillo del saco, murmurando: "Bueno". 
Queda nuevamente en una actitud de profundo 
ensimismamiento. Misia Paca entra, lo mira, 
tiene un gesto de desaliento y luego se acerca 
a él. 

Paca. — Alfredo. 

Alfredo. — Ah! ¿estaba ahí? Creí que había ido 
también a acompañar a los viajeros. 

Paca. — ¿Qué te pasa? ¿Te sientes enfermo? 
Estás pálido! 



[51] 



ERNESTO HERRERA 



Alfredo. — No, no.,. Al contrario... Al con- 
trario. . . ¿Por qué me lo pregunta? 
Paca. — Por nada, por nada. 
Alfredo. — Sí, sí. 
Paca. — ¿Dices? 

Alfredo. — No, nada, Estaba pensando en el 

examen. 
Paca. — Alfredo! 
Alfredo. — ¿Qué, mamá? 

Paca. — Díme la verdad, Alfredo; tú sufres. Ha- 
ce días que te noto preocupado, fúnebre! Dices 
que es el examen, y hace ya más de una se- 
mana que no te veo abrir un libro. Vuelves a 
pasarte fuera de casa los días. . . y las noches; 
ya no estudias . . . 

Alfredo. — ¿Para qué? 

Paca. — ¿Para qué? ¿Ves cómo no me equivoco; 
cómo no son infundados mis temores? 

Alfredo. — Pobre mamá! ¿Y qué es lo que us- 
ted teme? Vamos a ver. ¿Que vuelva a mi an- 
tigua vida; que me arroje de nuevo en los 
brazos de . . . 

Paca. — Sí, eso, eso. 

Alfredo. — No, no; tranquilícese! Ya no. Ya no, 

Ya no puede ser! 
Paca. — ¿Me lo prometes? 
Alfredo. ■ — Sí, vieja, sí; se lo prometo. 
Paca. — Lo dices de una manera . . . como si te 

pesara. 

Alfredo. — No, no. Es el recuerdo. 
Paca. — ¿El recuerdo? 

Alfredo. — Sí, madre, sí; he sido muy cobarde, 
Pero no hablemos de eso. ¿Para qué? 



[52] 



TEATRO COMPLETO 



Paca. — No te entiendo, hijo mío; no te en- 
tiendo! 

Alfredo. — Es justo. No lo entendería aunque 
se lo explicara! ¿Para qué volver a hablar de 
ella? Me ha visto usted abandonarla fríamen- 
te, calculadamente! Aquella mujer había sido 
mi tabla de salvación, y yo procedí con ella 
como todos los náufragos: apenas vi brillar 
en el horizonte la lucecita soñada, la aban- 
doné a las olas! [Y las olas se la llevaron! Ya 
no volvería a alcanzarla. 

Paca. — Ni la necesitas. 

Alfredo. — Sí, tiene razón; ya no la necesito. 

Esta vez no me serviría! 
Paca. — ¿Esta vez? — Entonces! . . . 
Alfredo. — Sí; para qué ocultárselo. — Es como 

lo supone. — Es la lucecita que se aleja de 

nuevo. 

Paca. — No tienes derecho a reprochárselo, Al- 
fredo! 

Alfredo. — No, no se lo reprocho. Es lógico 
Tiene que ser así. — Es su moral que lo exige! 

Paca. — Mi moral y la de todas las personas ho- 
nestas, Alfredo. — Piénsalo un poco, reflexió- 
nalo un poco. — ¿Con qué derecho pones tú 
tus esperanzas en una mujer que no se perte- 
nece, que no puede amarte sin faltar al más 
sagrado de los deberes? ~— ¿O piensas que 
puede destruirse así, por el capricho, por la ve- 
leidad de un momento, la felicidad y la honra 
de una familia? 

Alfredo. — ¿Y si ella me amara? 

Paca. — Ella no puede amarte. 

Alfredo. — Supóngalo. 



[53] 



ERNESTO HERRERA 



Paca. — No puedo suponerlo Carmen es una 
mujer honrada. Con solo admitir esa posibi- 
lidad, la ini miaríamos, 

Alfredo. — Tiene razón Tiene razón. — Perdó- 
neme — Estoy diciendo tonterías. — No haga 
caso. Es que he vivido la infamia, y a veces 
me siento un poco contaminado de su amora- 
lidad. — ¿Lo ve usted? — Ahora me olvidaba 
de que estábamos hablando de una mujer hon- 
rada! — ]No podemos encontrarnos nunca! — 
¿Para qué hablar entonces de estas cosas? 

Paca — He sido yo la que he querido hablar. — 
Por tí! Por tí; Alfredo! — Yo sé que no eres 
malo, a pesar de tus locuras; sé que me quie- 
res. 

Alfredo. — Sí vieja, sí; mucho, mucho! 
Paca. — Prométeme una cosa entonces: júra- 
mela! 
Alfredo. — ¿Cuál? 

Paca. — Que sabrás sobreponerte, que no des- 
cenderás de nuevo. 

Alfredo. — Ya se lo he prometido. Puede estar 
tranquila a ese respecto. Se lo juro! 

Paca. — Al fin, hijo mío, al fin! Tú no sabes 
todo lo feliz que me haces Tú no te imaginas 
todo lo que necesito de tu cariño en estos mo- 
mentos! 

Alfredo. — i Pobre vieja! ¡pobre vieja! Le he 
dado muchos disgustos, he sido muy malo con 
usted, la he hecho sufrir mucho! 

Paca. — Olvida lo pasado; olvídalo del todo, ¡del 
todo! — ¿me entiendes? — De esa manera me 
recompensarás. — Y ahora hablemos de otra 
cosa. 



TEATRO COMPLETO 



Alfredo. — De otra cosa? 

Paca. — Sí. Hace ya muchos días que quería ha- 
blarte; pero he vacilado siempre. — No me 
atrevía! — Sin embargo tú eres el único a 
quien puedo confiar! 

Alfredo. — ¿Es tan grave? 

Paca, — Demasiado, demasiado! Se trata de Ali- 
cia. 

Alfredo. — ¿Qué le pasa a Alicia? 

Paca. — No sé, hijo mío; no sé Pero me inquie- 
ta. Tengo el presentimiento de una gran des- 
gracia. 

Alfredo. — Ah 1 Sí. . . sí. 

Paca. — ¿Comprendes? Es por eso que necesito 
de tí. Tu hermana es una niña, es demasiado 
niña!" 

Alfredo. — Sí, sí; lo de siempre, lo de siempre! 
La eterna inmoralidad del amor! Y usted te- 
me; usted sabe algo, quizás? 

Paca. — Sí, sé Hasta ahora, se trata sólo de un 
peligro, felizmente. Aún es tiempo! 

Alfredo. — Y ella le ha dicho?. . , 

Paca. — No: yo lo sé; lo adivino, lo veo! 

Alfredo. — ¿Y teme? 

Paca. — Sí, temo. Es por eso que necesito de tí. 
Tú eres el único que puede ayudarme! 

Alfredo. — Yo... ¡tan luego yo! 

Paca. — ¿Y quién, entonces? ... Se trata de 
nuestro honor, Alfredo! Es necesario salvarlo 
de cualquier manera! Tú eres hombre, puedes 
hablar con él, pedirle que se aleje, obligarlo, 
si ee necesario! 

Alfredo. — Madre! . . . 

Paca. — Oh, Alfredo! ¿Vacilarás? Piensa que 



ERNESTO HERRERA 



se trata de nuestro honor y de mi vida tam- 
bién. Tú sabes que no podría resistir a la in- 
famia. 

Alfredo. — En fin, en fin! volvemos a lo de 
siempre! Volvemos a no encontrarnos! 

Paca. — ¿Me lo prometes? di; ¿me ayudarás? 
¿Me ayudarás? 

Alfredo. — En fin. Sí, bueno. Haré todo lo po- 
sible. 

Paca. — Gracias, gracias, hijo mío! Me has ali- 
viado de un enorme peso. 

ESCENA IV 

Dichos y Alicia. 

Alicia. — Buenas tardes. 
Paca. — ¿Dónde has andado? 
Alicia. — De compras. ¿He demorado mucho? 
Paca. — Recién salen Enrique y Carmen. 
Alicia. — Ah, sí. Supe que se van hoy. ¿Salió 
Legrand? 

Paca. — Sí, salió con ellos. Embarcan a las 10. 

Tendremos que estar en su casa a las 9. 
Alicia. — Ah, sí, sí. 

ESCENA V 

La Criada. 

Criada. — Las señoritas de Rodríguez. 
Alicia. — Uf ! 

Paca. — ¿Las has hecho pasar? 
Criada. — Sí, señora. 



[56] 



TEATRO COMPLETO 



Paca. — Bueno, está bien. (Mutis de la Criada.) 
Recíbelas tú, Alicia. 

Alicia. — Yo no, mamá. No estoy en ánimo; me 
duele un poco la cabeza. Dígale que estoy in- 
dispuesta. 

Paca. — Indispuesta y a lo mejor te han visto 

por ahí! Siempre haces las mismas. 
Alicia. — Bueno, diga que he ido a acompañar 

a Carmen, entonces. — No estoy en ánimo de 

recibir visitas. 
Paca. — No estás en ánimo! . . . Hace ya mucho 

tiempo que no estás en ánimo. (Mutis ) 

ESCENA VI 
Menos Misia Paca. 

Alicia. — (Después de un prolongado silencio.) 

¿Qué dice Carmen? 
Alfredo. — Nada; ¿qué quieres que diga? Está 

muy contenta. 
Alicia. — Feliz de ella! 
Alfredo. — Feliz, ya lo creo, feliz! 
Alicia. — ¡Y tanto! Irse!; irse lejos! 
Alfredo. — Y olvidar. 

Alicia. — Sí, eso; eso sobre todo. Olvidar!... 

(Ahogando los sollozos.) Olvidar! 
Alfredo. — ¿Y eso? ¿lloras?... ¿Qué tienes? 

¿qué tienes, Alicia? 
Alicia. — Nada, nada, Alfredo. 
Alfredo. — Tonta! 

Alicia. — (Rompiendo a llorar.) Es que yo tam- 
bién quisiera irme lejos, lejos!... Soy muy 
desgraciada. Soy muy desgraciada, Alfredo! 



[57] 



ERNESTO HERRERA 



Alfredo. — ¡Pobrecita!. . . Ven, levántate. ;Po- 

brecita! Cuéntame, vamos a ver. 
Alicia. — (Siempre entre sollozos.) Soy muy 

desgraciada, Alfredo! 
Alfredo. — Sí, sé; lo sé. 
Alicia. — Tú!. . . Tú también. . . 
Alfredo. — Sí, sí! 

Alicia — (En un tono de suprema angustia.) 
Perdóname, perdóname, Alfredo! Yo no ten- 
go la culpa. Lo amaba demasiado! 

Alfredo. — Ah. . . sí, sí, comprendo; comprendo, 
pobrecita! (Pausa.) Cálmate, cálmate — no 
ves? — yo también sufro como tú; ya lo ves, 
igual que tú. 

Alicia. — Oh! gracias, gracias; qué bueno eres! 
(Suspira como sintiendo una sensación de ali- 
vio.) Gracias. Al fin! (Se calma gradualmen- 
te, incorpórase , arregla el cabello con un ges- 
to de inconsciencia, y luego, mirando jira- 
mente a Alfredo:) Díme, díme. ¿Qué hago 
ahora? Qué hago ahora, Santo Dios! Díme, 
aconséjame, ya que comprendes! 

Alfredo. — ¿Y qué; qué quieres que te aconseje 
yo? Nada. Yo no puedo aconsejarte nada. 

Alicia. — Oh! ... tú también! . . . 

Alfredo. — Aconsejarte? Y qué? Tú lo sabes; 
tienes dos caminos para seguir, nada más que 
dos caminos! 

Alicia. — Sí, comprendo. 

Alfredo. — Ya lo sabes. Uno es el usual, es el 
que sigue la mayoría, es hasta casi de buen 
tono. . , y es el más práctico también. 

Alicia. — El engaño! ¡El engaño! 

Alfredo. — Sí, ese. Es el más repugnante, si tú 

[58] 



TEATRO COMPLETO 



quieres... pero es el más fácil. El mundo lo 
sabe, lo comenta en voz baja, y lo critica... 
o lo ríe; pero le queda el recurso de ignorarlo 
oficialmente. Y el mundo perdona siempre, a 
condición de que. oficialmente, se le deje el 
recurso de ignorar. (Pausa.) Yo, qué quieres, 
yo no me atrevo a aconsejarte ninguno de los 
dos, aunque... si te sintieras capaz, te diría 
por tu bien que siguieras el otro. 
Alicia. — ¿El otro? 

Alfredo. — Sí, el otro. Cortar radicalmente. Re- 
nunciar definitivamente al amor. El camino 
de Carmen. 

Alicia. — ¿Y tú?... tú!... 

Alfredo. — Sí, mira; sí. Yo sé que es muy dolo- 
roso pensar eso, cuando se tiene veinte años, 
como tú, o cuando se tiene treinta, como yo! 
Pero es así, hermana. Es así, desgraciadamen- 
te. El amor grande, sincero, limpio, incapaz 
de mentir y de calcular; ese amorcito ciego, 
tan bonito, que no sabe hacer cifras ni pen- 
sar en el mañana; ese amor tal cual lo senti- 
mos nosotros, no es de este mundo, hermana! 
Es un amor inútil y hasta deshonesto; no se 
adapta al matrimonio. Es como esos pájaros 
muy bonitos, que cantan tan lindo . . . pero que 
no sirven, porque se mueren en la jaula. El 
que quiera oírlos cantar tiene que ir a la pra- 
dera. ¿Comprendes? 

Alicia. — No, no; no me conformo! Eres dema- 
siado pesimista! Queda otro aún; queda otro 
camino! 

Alfredo. — ¿Otro? 

Alicia. — Sí; la verdad! ¡La verdad desnuda! 



[59] 



ERNESTO HERRERA 



Alfredo. — ;La verdad? No seas loca' No seas 
loca, muchacha! ¿Dejarlo a tu marido, irte 
con el otro oúhlicamente, ponerte fuera de la 
moral establecida, que es lo mismo oue po- 
nerse fuera de la ley? No seas loca. No digas 
tonterías. 

Alicia. — Sin embargo . . . 

Alfredo. — ;Y qué conseguirías con eso ? ; va- 
mos a ver. Nada. Nada. Acuérdate del pajarito 
que se muere en la jaula. Ese amor tan gran- 
de que sientes ahora, perdería todo su atracti- 
vo, dejaría de cantar, y el amado de tus sue- 
ños quedaría reducido en la monotonía coti- 
diana, a un marido como todos. 

Alicia. — > Sin embargo, tú. . . 

Alfredo. — Sí, yo también creía; pero me he 
convencido de que no puede ser. Es así la vi- 
da hermana! Dale a Romeo la llave de la 
puerta del zaguán y luego ponte a contar los 
días, a ver cuánto dura el idilio de Shakes- 
peare. Mira, sigue mi consejo. Sí tienes algu- 
na estima por tu amor, mátalo; pero no le qui- 
tes la escala de seda! 

Alicia. — Matarlo! No, no podré! ¡no podré! 

Alfredo. — Entonces . . . emplea el recurso de 
todos con el pajarito que se muere en la jau- 
la. Quédate en casa, y cuando sientas muchas 
nostalgias de su canto. . . vete a oírlo a la pra- 
dera. 

Alicia. — Oh, no! No! ... — Para eso es necesa- 
rio disimular, mentir, hacer comedia! — ¡Y 
yo no me siento capaz! 

Alfredo. — ¿No te sientes capaz? Entonces má- 



[ 60 3 



TEATRO COMPLETO 



talo, mátalo hermana; sigue mi primer conse- 
jo: mátalo. 

Alicia. — No, no. Me quedo con mi camino. 

Alfredo. — ¿Con tu camino? — De eso sí que 
creo que no te vas a sentir capaz. — Para se- 
guirlo, hay que pasar por encima de la moral 
establecida; y eso es muy difícil. . . Es impo- 
sible para quien ha vivido como tú. Ya ves; 
yo, hombre y todo como soy. . . quise vivir la 
verdad; estaba resuelto a vivir la verdad; — 
y. ya lo ves: en cuanto volvió a sonreírme la 
mentira, la abandoné. Es así, desgraciadamen- 
te; es así. Y luego, es necesario vencer tantos 
obstáculos para seguir el camino ese! Es ne- 
cesario arrollar tantos afectos y pasar por en- 
cima de tantas cosas que nos son imprescindi- 
bles!... Ya lo experimentarás. 

Alicia. — No me importa, no me importa; no 
tengo miedo. Estoy resuelta a todo. Seguiré 
mi camino! 

Alfredo. — ¿Te sientes capaz? 

Alicia, — Sí, me siento capaz. 

Alfredo. — Piénsalo, piénsalo bien — y lue- 
go... si te sientes capaz — cierra los ojos y 
sigúelo. (Medio mutis.) 

Alicia. — ¿Te vas? 

Alfredo. — Sí, me voy. Yo también tengo casi 

elegido mi camino. 
Alicia. — Pero vuelves? 

Alfredo. — No sé! quizás! En fin... no sé. 

Adiós, hermana. 
Alicia. — Hasta luego; hasta luego, Alfredo! 



[61] 



ERNESTO HERRERA 



ESCENA VII 

Alicia queda un momento pensativa, irresoluta. 
Luego, con el gesto de quien toma enérgica- 
mente una resolución definitiva, va rápidamen- 
te hasta el escritorio, escribe unas líneas con 
gran nerviosidad, cierra la carta dentro de un 
sobre, y hace sonar el timbre. 

ESCENA VIII 

Criada. — (Asomando.) Señora. 

Alicia. — Aquí queda esta carta para el señor. 

Criada. — ¿Va a salir? 

Alicia. — Sí; nada más. 

Criada. — Está bien. (Mutis.) 

Alicia. — (Se levanta, mira el sobre como vaci- 
lando aún, y luego, con resolución enérgica:) 
Sí; la verdad! La verdad! (Entra rápidamente 
en su habitación.) 

ESCENA IX 

Misia Paca; en seguida, Alicia. 

( Misia Paca entra mirando espantada hacia 
la puerta por donde ha salido Alicia, como 
presintiendo una catástrofe. Llega hasta el es- 
critorio, mira el sobre y lo da vuelta entre los 
dedos, en actitud de no comprender. En este 
momento, Alicia, que sale ya con el sombrero 
puesto para marcharse, se encuentra frente a 



[62] 



TEATRO COMPLETO 



Misia Paca, que la mira espantada. Hay una 
corta escena muda entre las dos.) 

Paca. — Qué! ¿Vas a salir otra vez? 

Alicia. — ( Completamente desconcertada.) 
Sí... pensaba. ¿Ya se fueron las de Rodrí- 
guez? 

Paca. — Sí. (Por el sobre.) ¿Y eso? ¿Desde 
cuándo le escribes a tu marido, así?. . . 

Alicia. — No, no es nada. Una esquelita. Como 
es probable que vuelva antes que yo . . . 

Paca. — (Severamente.) Alicia! 

Alicia. — (Con algo de aplomo, todavía.) ¿Qué? 

Paca. — ¡Alicia! 

Alicia. — (Completamente dominada, y en un 
tono casi de súplica.) Mamá! . . . 

Paca. — Mírame, mírame bien! ¿Qué te propo- 
nes? No, no intentes engañarme! Habla, di; 
¿qué te propones? ¿A dónde ibas? Di; contes- 
ta. (Toma rápidamente la carta y rompe el so- 
bre, disponiéndose a leerla.) 

Alicia. — (Tratando de arrebatársela.) No! No! 
— Déme eso, mamá! 

Paca. — (Forcejeando.) No! — Sal; déjame leer. 
(Empujándola violentamente.) Déjame leer! 

Alicia. — (Cae sobre un sillón suplicando aho- 
gadamente:) Mamá! Mamá! 

Paca. — (Lee y queda un momento contemplan- 
do la carta; luego con indignación sorda.) 
Desgraciada! Desgraciada! — (Deja la carta 
sobre la mesa y se abandona sobre un sillón, 
llorando desesperadamente.) Desgraciada! — 
Desgraciada! 

Alicia. — ( Suplicante.) Perdón mamá! — Soy 
una indigna! — He sido una desgraciada! 



[63] 



ERNESTO HERRERA 



Paca. — Sí, puedes decirlo; bien puedes decir- 
lo! — Tú y él y yo y todos! — Todos! 

Alicia. — (Cayendo a sus pies.) Perdón, per- 
dón, mamá! He sido muy desgraciada! 

Paca. — Sal! — Sal de aquí! — No te me acer- 
ques 1 — Canalla! 

Alicia. — (Abrazándose a sus rodillas.) Mamá! 

Paca. — (Empinándola violentamente.) Cana- 
lla! 

Alicia. — (Cae y queda en el suelo, llorando 
desesperadamente.) Mamá! Mamá! 

Paca. — (Algo conmovida.) Llora, sí, llora! — 
Llora infeliz! (Queda mirándola un momento, 
como luchando consigo misma; luego, en un 
tono de completa conmiseración.) ¡Pobre, po- 
bre hija mía! Eres muy desgraciada! Eres de- 
masiado niña! (Acudiendo a ella.) Ven, pobre- 
cita; levántate. (Le toma la cabeza con las dos 
manos, atrayéndola amorosamente contra su 
pecho.) Me haces sufrir mucho! Me haces su- 
frir mucho, hija mía! 

Alicia. — Soy una indigna. Déjeme que me 
vaya, lejos! Es el único camino que me queda! 

Paca. — Ven, ven; no te pongas así! Sufres mu- 
cho. Sufres mucho, hija mía! 

Alicia. — No! no! déjeme! Déjeme que me vaya! 

Paca. — Sosiégate; sosiégate! ¿A dónde quieres 
ir? No ves que estás conmigo? ¿A dónde quie- 
res ir? 

Alicia. — Sí, mamá, sí; no debo, no tengo dere- 
cho! 

Paca. — Vamos; tú estás trastornada, hija mía! 
Cálmate, no llores más; cálmate! Es necesario. 
Legrand puede venir! 



TEATRO COMPLETO 



Alicia. — Sí! y lo sabrá; y lo adivinará todo! Yo 
no podré ocultárselo! Déjeme que me vaya! 
Déjeme que me vaya, mamá! Esto no tiene 
remedio! 

Paca, — Tiene, sí; tiene remedio. ¿Cómo no ha 
de tenerlo? Te quedarás aquí conmigo y serás 
juiciosa y te arrepentirás, y Dios te perdonará 
al fin, como yo te he perdonado. 

Alicia. — Y él? Y él? 

Paca. — El no lo sabrá nunca; cálmate! Yo te 
prometo que no lo sabrá nunca! Pero tú te 
arrepentirás y serás juiciosa. ¿Verdad que sí? 
Tú me lo prometes, tú me lo juras, verdad? 

Alicia. — (Como inconscientemente.) Sí. Sí. 
(Hay en ella un momento de lucha definitiva; 
luego, toma la carta resueltamente, la rompe 
en pedazos y la arroja a la estufa, murmuran- 
do:) Tenía razón! No puede ser! No puede 
ser! (Rompe a llorar desesperadamente.) 
- Paca. — Hija! Hija mía! Pobre hija mía! (Llora 
un momento. Luego, tratando de reanimarla:) 
No llores más; ven, arréglate ese pelo. Te has 
puesto a la miseria! Ven. (Le arregla las ro- 
pas y le acomoda el pelo solícitamente.) Arré- 
glate ese pelo. 

Alicia. — Sí, sí. (Se acomoda el peinado frente 
al espejo y luego se sienta junto al escritorio, 
con la cabeza entre las manos. Misia Paca, en 
tanto, se limpia las lágrimas cuidadosamente.) 



[65] 

3-2t. 



ERNESTO HERRERA 



ESCENA X 

Dichos y Legrand. 

Legrand. — Uf! Vaya un frío. (Observando las 
caras.) ¿Y eso? ¿Fúnebres? ¿Quién ha muerto 
aquí? 

Paca. — No. . . nada. Carmen, la pobre, que se 
nos va. 

Legrand. — Valiente tontería. ¿Y por eso se llo- 
ra? Vamos, vamos! ... (Se acerca a Alicia y 
le toma la cabeza con mimo.) Qué niña eres! 
¿Pero cómo?. . . Tú tienes fiebre! Tú estás en- 
ferma, Alicia. 

Alicia. — No ... no . . . no es nada. No es nada. 

Legrand. — Oh, no; debieras haberte acostado; 
es necesario acostarse. Carmen bien puede 
perdonarte el que no vayas a despedirla. — 
Ven. 

Alicia. — No, no; déjame! 

Legrand. — Oh, no; tienes mucha fiebre, Alicia. 
Ven, acuéstate, acuéstate en seguida. (La to- 
ma por la cintura, le da un beso en la frente 
y la conduce hacia la habitación.) Chicuela! 
Chicuela! Ven, acuéstate. Verás cómo en se- 
guida te sientes mejor. 

Alicia. — (Abandonándose a él.) Sí, sí! Ya me 
siento mejor. ¡Ya me siento mejor! 

Paca. — (Permanece durante toda esta escena 
observando nerviosamente dos pedacitos de 
carta que han caído, al arrojarlos, fuera de la 
estufa. Cuando Legrand y Alicia desaparecen 
al fin, lanza un suspiro de alivio y recoge pre- 



TEATRO COMPLETO 



cipitadamente los dos papelitos, vuelve a mi- 
rar en tomo suyo, cerciorándose de que no la 
ha visto nadie, y luego, tranquilizada ya, los 
contempla como gozando su triunfo.) (Leyen- 
do.) "Amor", "Verdad". (Hace un gesto, como 
diciendo: "qué locura!", — "qué tontería!"; 
— los rompe cuidadosamente, los arroja a la 
estufa, y revuelve las brasas triunfalmente, 
convencida de que ha concluido para siempre 
con los dos más encarnizados enemigos de su 
santa moral) 



TELON 



Meló, Noviembre de 1911. 



167] 



EL PAN NUESTRO 

DRAMA EN TRES ACTOS 



PERSONAJES 



José 

Amelia 

Isidro 

Concha 

Luisa 

Pepe 

Fras quita 
Ricardo 



ACTO PRIMERO 



Un comedor pobremente amueblado. Al foro, sobre la 
izquierda una pequeña alcoba, cuya entrada se di- 
simula por una cortina roja; más a la derecha una 
puerta que comunica con el pasillo, A la izquierda 
un balcón; a la derecha otra puerta de comunicación 
con el resto de las habitaciones Un aparador muy 
grande y muy antiguo, una mesa grande también 
cubierta con un hule blanco y media docena de si- 
llas con asiento de madera completan el mobiliario. 
En el suelo, bajo la mesa, una cazuela de barro con 
brasas adentro. Anochece. 

ESCENA I 

Don José e Isidro sentados uno a cada lado de 
la mesa. En la habitación vecina se oye el ruido 
de una máquina de coser y una voz femenina 
que canta. Largo silencio. 

José. — Bueno, bueno, bueno. (Después de una 

pausa.) — ¡Amelia! ¡Amelia! . . . 
Amelia. — ¡Qué! (Sin dejar de coser.) 
José. — ¿Aún no han vuelto ésas? 
Amelia. — Habrán tenido que formar cola; a 

esta hora ya se sabe. 
José. — Y el caso es que como no se la hayan 

tomado. . . 
Isidro. — Sí, la habrán tomado. 
José. — (A Amelia.) Asómate a ver la hora, 

¿quieres? 

Amelia. — (Deja de coser, entra en el comedor, 



[71] 



ERNESTO HERRERA 



abre el balcón y como mirando a lo lejos.) — 
Las siete y... No se ve bien... ¿A ver? Y 
cuarto, están dando. ¡Vaya frío' (Cierra la 
ventana.) 

José — ¿Cuánto os dieron por ella la otra vez? 

Amelia. — Tres pesetas, con el refajo; pero no 
querían tomarla. 

José. — Bueno, bueno, bueno, bueno. Y el caso 
es que como no la tomaran . . . Pero sí la toma- 
rán. ¿Les encargaste que subieran café? 

Amelia. — ¿Qué sí, padre f (Se dirige hacia el 
foro y enciende la luz eléctrica. Luego, pres- 
tando atención ) — ¿A ver? (Se oye un fuerte 
campanillazo.) — Sí, son ellas. (Acude. Se oye 
un "¡Ay Jesús!" como de cansancio y murmu- 
llo de voces femeninas.) 

ESCENA II 

Dichos, Conchita y Luisa que entran con 
Amelia por la puerta del corredor. Ambas 
visten de mantón 

Luisa. — Nada; lo que yo decía' que no. (Saca 
un lío que trae bajo el mantón y lo arroja 
sobre la mesa.) — Está picada (Deja el lío 
y va presurosa hacia el balcón, atisba por los 
cristales, luego abre y se asoma. Conchita en 
tanto, se ha dejado caer sobre una silla como 
desfallecida ) 

José. — Bueno, bueno, bueno, bueno 

Luisa. — (Desde el balcón.) Es el tasador ese 
que es un antipático. El rubio de los bigotes 

- largos da gusto! . . . 



[72] 



TEATRO COMPLETO 



José. — En fin; en fin. (Luego de una pausa.) — 
Oye. . . no se les ha ocurrido pasar por la tien- 
da a ver si. . . 

Luisa. — Inútil, ¿para qué? Ya nos dijo el otro 
día que no; que ni una perra. 

Amelia. — ¡Bueno es don Paco) 

Isidro. — Y lo peor es que. . . nada; ni tabaco, 

Luisa. — (Desde el balcón, como hablando con 
alguien en la calle.) Sí . . . sí . . . Ocho y media. 
¡Qué tonto! Ocho y media . sí... y media. 

José. — Bueno, bueno, bueno, bueno. 

Isidro. — Oye, Luisa 

José. — i Qué nos hielas, mujer! 

Amelia. — (Cerrando el balcón.) Quita de ahí, 
mujer. Parece mentira que aún tengas humor 
para pelar la pava. 

Luisa. — jAh! Y tú no, ¿verdad? Con la lata del 
pelma ese, todas las noches Tú puedes hablar. 

Isidro. — Menos mal que traerá tabaco. 

Amelia. — Oye tú, Conchita; ¿por qué no?... 
(Reparando en ella con atención.) Pero oye. . . 
¿qué tienes? 

Concha. — (Disimulando.) Nada. ¿Qué quie- 
res que tenga? 

Amelia. — 3 Estás tan cabizbaja! . . . 

Concha. — ¡No; si te parece que es para bai- 
lar! . . . ¿Qué ibas a decirme? 

Amelia. — Nada, que me he acordado de que . . . 
tu piel... ¿Por qué no. la llevas? Mañana se 
sacaría. 

Concha. — Demasiado sabes que no la toman. 

Además. . . ¿Con qué salgo, yo esta noche? 
Isidro. — Oye, . . ¿pero vas a salir esta noche? 



[733 



ERNESTO HERRERA 



Concha. — Sí, tengo que ir un momento a ca- 
sa de Sara. Me ha mandado llamar. 

Isidro. — Pues no vayas. 

Luisa. — ]No veo por qué no ha de ir! 

Amelia. — La verdad que... con el frío que 
hace. . . y sin cenar. En fin; allá tú. 

Concha. — (Poniéndose de pie.) Es que me es- 
peran. Ya les he dicho que sí, que iría. Son 
tan amables. (Dirigiéndose hacia la habita- 
ción vecina.) 

Luisa. — ¡Sí que lo son!.. . Mira que el traje 
que te han regalado... y la piel! ¿Por qué 
no los traes un día? 

Concha. — (Desde la habitación vecina.) Sí, eso 
es. Para exhibir nuestro mobiliario. 

Isidro. — Ya se habrán dado cuenta de que no 
nadamos en la opulencia. Además, siendo una 
amistad así, de la escuela. . . Yo creo que lo 
más correcto sería que les presentaras a tu 
familia; a tus hermanas por lo menos. 

Amelia. — No; no estaría bien. Podría creerse 
que queremos hacer extensivos a todas los be- 
neficios de su amistad. 

Luisa. — Mira y... la verdad, no nos vendría 
mal. 

Amelia. — Calla, mujer; eso no. 

Concha. — (Reapareciendo sin el mantón, con 
sombrero y abrigada por la piel. A Amelia.) 
Yo vendré antes de las once, ¿has oído? Ri- 
cardo estará aquí todavía, seguramente. 

Amelia. — Sí, ven temprano. 

Concha. — Hasta luego. (Mutis.) 

[74] 



TEATRO" COMPLETO 



ESCENA m 

Dichos menos Amelia. Largo silencio. 

José. — Bueno, y a todo esto . < . 

Isidro. — Sí, la verdad: hay que pensar algo 

antes que venga Ricardo, porque después... 

¿No se os ocurre nada? 
Amelia. — No sé . . . Como no llueva del cielo. 
José. — (Iluminándose de pronto, como quien 

acaba de hacer un hallazgo salvador.) Oye... 

no se nos había ocurrido. 
Isidro. — ¿El qué? 

José. — El décimo. ¿No me has dicho que tenías 
un décimo? Se ha jugado hoy. 

Isidro. — Toma, es verdad; no se nos había ocu- 
rrido. (A Amelia.) ¿Habéis devuelto ya la 
Corres? 

Amelia. — (Cogiendo el periódico de sobre el 
aparador y dándoselo.) ¡Qué ilusiones! 

Luisa. — (Dando un suspiro.) ¡Ay, si tuviéra- 
mos el gordo!... (Acercándose a Isidro que 
hojea el periódico buscando la lista.) ¿De 
cuánto es ésta? 

José. — ¿Qué número tienes? 

Isidro. — El 2724. Pero es el caso que . . . 

Luisa. — (Quitándole el periódico con impa- 
ciencia.) — En la línea del dos mil, hombre; 
¡qué torpe eres! 

Isidro. — Pero si es que no trae la lista. 

Amelia. — Pero si hoy es viernes. 

José. — Toma, es verdad; si es mañana. 



[75] 



ERNESTO HERRERA 



Luisa. — (En guasa.) — Mejor. De todas mane- 
ras hoy ya no íbamos a poder cobrar! . . . 

Amelia. — (Irónica.) — El gordo. . . 

José. — ¿Y por qué no había de ser? Siempre 
esa maldita manía. No sería la primera vez 
que la suerte . . . 

Amelia. — Incurables. . . Siempre esa confianza 
ciega en lo providencial; siempre esa visión 
del duro que ha de venir volando, con dos ali- 
tas, a metérsenos en el bolsillo. 

Luisa. — Hija, de otra manera sería cosa de ti- 
rarse por el viaducto. 

Amelia. — O de hacer algo práctico, sencilla- 
mente. 

Isidro. — No sé qué quieres que hagamos. 

Amelia. — Moverse, buscar, pedir, robar, cual- 
quier cosa, hombre, menos estarse así. No te- 
néis iniciativa, no tenéis voluntad, no tenéis 
nada, caramba! Un hombre como tú, que ha 
estado en la guerra, con tantos amigos como 
tienes. 

José. — ¡Los amigos! . . . ¡Buenos están los ami- 
gos! . . Ve para lo que me han servido a mí. 

Amelia. — El caso tuyo es diferente, papá. Isi- 
dro se ha sacrificado, ha hecho toda la cam- 
paña de Cuba; la enfermedad que tiene la 
debe a eso. Isidro es casi un inválido de la 
guerra. 

José. — ¿Y qué? Yo también he pasado casi 
treinta años sobre el despacho de mi nego- 
ciado, siendo el burro de carga, el empleado 
ejemplar, y ya ves tú la infamia que me han 
hecho. (Notando un gesto en el rostro de Ame- 



[76] 



TEATRO COMPLETO 



lia.) — ¡Ah! ¿Tú no crees que es una infamia 
lo que se ha hecho conmigo, verdad? 

Isidro. — (Violento ) — No hablemos de eso, 
padre; por favor!, . . 

José. — Sí, tenéis razón. Mentar la soga . . . hur- 
gar en la llaga; en la fétida, en la inmunda 
llaga. 

Isidro. — ■ Usted lo ha dicho. 
Luisa. — Ya empezamos. 

José. — No, dejarle, si tiene razón. . . Todos te- 
néis razón. Os he deshonrado; os he cubierto 
de vergüenza. Acusadme, condenadme todos. 
Vosotros también. . ¿Por qué habíais de ser 
vosotros más indulgentes? 

Amelia. — (Queriendo calmarle.) — Papá. [Tú 
también, hombre; parece mentira! 

José. — No, hija, no, qué ha de parecer mentira. 
Si es lógico que me acuséis; si tenéis razón. 
Al fin y al cabo sois las únicas víctimas de mi 
mala suerte. 

Isidro. — ¡Mala suerte! 

José. — Mala suerte, sí, mala suerte. Lo que yo 
hice lo" venían haciendo todos. Es un gaje 
natural. El Estado sabe mejor que nadie que 
con lo que paga no puede vivir ningún em- 
pleado. Sobre cada partida del presupuesto 
hay un sobresueldo forzoso a cargo de los ga- 
jes. Lo único que puede exigir es que se guar- 
den las formas ¿Que un día entras al negocia- 
do con el pie izquierdo y te salen las cosas 
mal y se entera todo Dios? Pues ya lo tienes. 
Sumariado, suspendido, y como no tengas ami- 
gos, ¡paf! . . . cesante, ¡Qué se le va a hacer! . . . 
Cuestión de suerte. 



[77] 



ERNESTO HERRERA 



Amelia. — jOh, papá, por Dios! Calla, te lo su- 
plico. 

José. — Es el mismo caso tuyo vuelto al revés. 
Cuántos con menos méritos que tú obtuvie- 
ron un grado y ascendieron y son hoy capita- 
nes, comandantes, hasta coroneles? Ya lo ves, 
¿Que mi delito se hizo público y en cambio 
tus méritos permanecieron ignorados? Cues- 
tión de suerte también. ¿Por qué no eres tú 
coronel? Por tu mala suerte. ¿Por qué estoy 
yo cesante desde hace más de un año? Por mi 
mala suerte; por nuestra mala suerte. 

Isidro. — Basta ya, padre; que no podría conte- 
nerme más. Eres ingenuo y pareces cínico. 

José. — Ya lo ves. Yo soy ingenuo y parezco 
cínico; otros son cínicos y aparecen como in- 
genuos. Cuestión de suerte. 

Isidro. — ¡O de vergüenza! (Dando un fuerte 
puñetazo sobre la mesa.) — Que no puedo 
más. (Sale violentamente por la puerta del 
foro.) 

ESCENA IV 
Dichos menos Isidro, 

José. — Bueno, bueno, bueno, bueno. (Queda 
profundamente ensimismado durante algunos 
segundos; luego, como hablando consigo mis- 
mo.) Todo, todo, hasta el haberte perdido a ti, 
Santa!. . . ¡Santa!. . . 

Amelia. — (Cariñosamente.) — Vamos, vamos, 
no pensar más en cosas tristes; ya verás como 
todo se arregla. Si hasta la mala suerte tiene 



[78] 



TEATRO COMPLETO 



un límite. El año que viene, Ricardo concluye 
su carrera y entonces ya verás cómo se arre- 
gla todo. Además, el destino de Pepe, que esta 
vez se lo dan. 
José. — Que no se lo dan. 

Amelia. — Si se lo darán. Esta vez no tendrán 
más remedio que aprobarle. En las otras ya 
sabes las protestas que hubieron; todo el mun- 
do estaba de acuerdo en que se había come- 
tido una injusticia. Ya lo verás. Pepe músico 
mayor de un regimiento. Ricardo médico y. . . 
casado, y hasta Isidro, ya lo verás tú. . . Con 
dos cruces como tiene no tardará en conseguir 
un destino de ordenanza en cualquier minis- 
terio. 

Luisa. — Y yo no cuento para nada, ¿verdad? 
Pues yo, capitana; capitana de la Guardia Ci- 
vil, para que lo sepáis. Con lo simpático que 
es mi tenientillo. Y que me lo ascienden este 
año. 

Amelia. — Dichosa tú, que puedes tomarlo todo 
en guasa. 

Luisa. — Con agua de zelt, hija; es el único re- 
medio. Desesperarse, amargarse la vida, ¿y 
para qué, vamos a ver? ¿Qué sacamos con eso? 
¿Acordarnos de que no hemos cenado? Vamos, 
hombre, que no hay derecho. 

Amelia. — ¡Dichosa tú, dichosa tú! 

Luisa. — (Burlona.) — A ver. . . A ver. . . Dilo 
otra vez. Ja, ja, ja! (Con exagerada grave- 
dad.) — Dichosa, tú. Dichosa, tú. ¡Ja, ja, ja! 
¡Olé por la "asaura"! 

Amelia. — ¿Y eso? 

Luisa. — Nada, lo que yo digo: que te has con- 



[79] 



ERNESTO HERRERA 



tagiado. Si me parece verlo a Ricardo: "Di- 
chosa tú ... " "Dichosa tú". Con esa cara de fu- 
neraria que se gasta. Lo has hecho exactamen- 
te, chica. 

Amelia. — (Riendo, a pesar suyo.) — No tienes 
remedio. 

Luisa. — Ni falta que me hace, la verdad. Lo 
que es en eso te prometo no utilizar nunca los 
servicios de mi futuro cuñado. ¡Mira que tie- 
ne una sombra! . . . (Imitando exageradamente 
a Ricardo.) — "Hablar bajo". "No reir así, por 
Dios". "Estáis llamando la atención". Chica, 
yo no sé cómo le aguantas. ¡Ay, si yo tuviera 
un novio asíí 

Amelia. — Bueno, lo que tú quieras. 

Luisa. — Lo que yo quiero es que me dejéis en 
paz, córcholis. Pues no faltaba más sino que 
yo también me pusiera grave. Divertidos íba- 
mos a estar. 

ESCENA V 
Dichos y Pepe. 

Pepe. — ¡Alirón, alirón, alirón! ;Pim, pom, pim, 
pom! (Paseando una mirada de desconsuelo 
sobre la mesa limpia.) — ¿Habéis cenado ya? 

Luisa. — (Guasona.) — Sí, estuvimos de ban- 
quete. Te lo has perdido. El que llega tarde, 
ni oye misa, ni come carne. 

Amelia. — Oye, Pepe. . . Tú, por casualidad. . . 

Pepe. — (Mostrando el forro del bolsillo.) — 
¡Ay, ay, ay! Arqueo de caja. 

Amelia. — Pues. . . 



[80] 



TEATRO COMPLETO 



Pepe. — (Jovial.) — Bueno. (Saca un escarba- 
diente y se lo lleva a la boca.) Está bien. Me- 
nos mal que esta tarde me han convidado a 
café con leche. 

Luisa. — Heliogábalo. 

José. — Bueno, bueno, bueno, bueno. 

Pepe. ■ — Luisita. 

Luisa. — ¿Qué? 

Pepe. — ¿Serías capaz de hacerme un favor? 
Luisa. — Ya sé. Pedir prestada la guitarra al del 
segundo. 

Pepe. — Te toco el "Fado fadiño". 

Luisa. — (Saliendo presurosa.) — ¡Ay, sí, sí! . . . 

Amelia. — ¡Qué humor; cómo os envidio! Has 
estado en casa de Miguel, naturalmente. 

Pepe. — Sí; hoy estudiamos hasta las seis. ¿Sa- 
béis cuántos son los inscriptos hasta ayer? 

Amelia. — ¿Cuántos? 

Pepe. — Cuarenta y dos. ¡Cuarenta y dos oposi- 
tores para tres plazas. 

Amelia. — ¡Qué barbaridad! 

Pepe. — Y los que cuelgan. Figúrate tú, de aquí 
al 7. ¡Ah! Pero. . . ¿A que no sabes lo que me 
han prometido? 

Amelia. — La recomendación para . . . 

Pepe. — ¡Ca! . . . Presentarme a La Argentinita. 

Amelia. — ¿Y eso? 

Pepe. — Tú eres tonta. ¿Sabes quién es La Ar- 
gentinita? 
Amelia. — Alguna golfa. 

Pepe. — Tú estás en Bavia. ¿Has oído hablar de 
don Antonio Maura? Sí ¿verdad? ¿Y de don 
Miguel Moya? ¿Y de Romanones? ¿Y de. . . 
de quién te diré? ¿De Ramón y Cajal o de don 

[81] 

e-it 



ERNESTO HERRERA 



Jacinto Benavente? Bueno, pues, mucho más 
importante que todo eso. ¡Mira tú que no sa- 
ber quién es La Argentmita!. . . Una persona 
que como simpatice conmigo, ríete tú de Qui- 
nito Valverde. Servidor, el primer maestro de 
España. Y con lo bien que cantaría ella el 
couplet del Cocuyo. ¡Si me parece que estoy 
oyendo. (Cantando.) 

Amelia. — Estudia, Pepe, déjate de cocuyos. 
Trata de que te aprueben. 

Pepe. — Pero si es inútil. Estudiar, saber, vol- 
verse idiota consultando tratados . . . historia 
de la música, armonía... instrumentación. 
Aquí no vale eso. Que te lance un couplet La 
Argentinita y. . . "echa pa elante". Mira: de 
ahí a que Perrín y Palacios te pidan la músi- 
ca para una revista, no hay ni un paso. Y des- 
pués, no hablemos. "El Heraldo . . . "La Co- 
rres..." — (Declamando como si leyera un 
juicio crítico.) — "La música del joven maes- 
tro Pepe González Morrión es de lo más cas- 
tizamente español que hemos oído. Nuestra 
enhorabuena, joven Chapí. Ha entrado usted 
por la puerta grande". ¿Y los derechos? 
¡Pusch! . . . Nada. Como La Argentinita simpa- 
tice conmigo. . . 

Luisa. — (Entrando con la guitarra.) — ¿La Ar- 
gentinita? ¿La conoces tú? 

Pepe. — Me han prometido presentarnos. — (Co- 
ge la guitarra y se sienta ) 

Luisa. — Oye. . . ¿Es cierto que le dan cuarenta 
duros por noche? 

Pepe. — Y el tanto por ciento de la entrada. Y 
encantada la empresa. 



[82] 



TEATRO COMPLETO 



Luisa. — (Muy preocupada.) — ¡Cuarenta du- 
ros por noche! . . . ¡Todas las noches! . . . 

Pepe. — (Templando.) — Qué mala es esta gui- 
tarra. 

Luisa. — Sí, ponle faltas. 

ESCENA VI 

Dichos y Frasquita, que viene de la calle. Viste 
de negro con mantilla en la cabeza y trae en la 
mano, con la cartera, el libro de misa y el 
rosario. 

Frasqueta. — i Ay, Jesús! . . . ¡Vaya unos noven- 
ta escalones! 

Pepe. — ¿Qué hay, tía? ¿Cómo están esos san- 
tos? ¿Siempre tan majo el cura vicario? 

Frasquita. — Hereje. Así te va. 

Pepe. — ¿Ya tí? 

Amelia. — ¿Quieres callar? Siempre con tus 
tonterías. 

Frasquita. — (Preparándose para dar una noti- 
cia sensacional.) — ¿A qué no acertáis a quien 
me encontré que salía de Palacio? 

Pepe. — A Lerroux. 

Frasquita. — ¡A Menéndez! ... De levita y chis- 
tera; hecho un señorón. 

Luisa. — Como que le han hecho diputado. 

Frasquita. — ¡Virgen María!... Las cosas que 
nos quedan que ver. — (A José, que sigue en- 
simismado sin atender a la conversación.) — 
¿Pero has oído, tú? 

José. — ¿Qué?. . . 

Frasquita. — Menéndez, tu amigo auxiliar, el 



[83] 



ERNESTO HERRERA 



del lío de las veinticinco pesetas: diputado a 
cortes. 

José. — ¡Ah, sí! Siempre fue un chico muy listo. 

Amelia. — ¡Y tan listo! . . , Como que hace tiem- 
po que debía estar en la cárcel. 

José. — Cuestión de suerte. 

Frasquita. — ¡Las cosas que nos quedan que 
ver! 

José. — Bueno, bueno, bueno. 

Frasquita. — (Va hasta la habitación vecina y 

vuelve sin la mantilla.) — ¿No os tomaron la 

manta? 

Amelia. — No, ya lo estás viendo. 
Frasquita. — ¡Ay, Jesús! Y con el apetito 
que. . . 

Pepe. — Sí, ponerle motes. ¿Qué hora traes? 

Frasquita. — Deben ser más de las ocho, segu- 
ramente. ¡Ay, mi Dios! . . . 

Pepe — (Dejando la guitarra y arreglando el 
nudo de su corbata.) — Bueno, nos iremos a 
ver la novia... ¡Qué vamos a hacer!... — 
(Saludando desde el foro.) — Buen provecho. 

Luisa. — Igualmente. 

ESCENA VIII 
Dichos menos Pepe. 

Frasquita. — Oye tú, Luisa. Ayúdame a llevar 
la loza a la cocina. 

Amelia. — ¿Pero no has oído que está limpia? 

Frasquita — Razón de más. Que se oiga el rui- 
do de los platos, por lo menos. Después dicen 
los del tercero que nos pasamos sin comer. 



[84] 



TEATRO COMPLETO 



Luisa. — ¡Qué calumnia! 

Frasquita. — Calumnia o no, lo mejor es no 
darles motivo para que lo digan. Coge tú los 
cubiertos. Yo llevaré los platos. — (Abre el 
aparador y coge los platos, haciéndoles cho- 
car intencionadamente.) 

Luisa. — (Haciendo sonar los cubiertos.) — Cui- 
dado, Frasquita, que te manchas. — ( Hacen 
mutis, llevándose la vajilla.) 

ESCENA IX 

Amelia. — ¡Qué vida!... ¡Qué vida! .. — (Se 
asoma al balcón.) — Las ocho y media ya. 

Luisa. — (Entrando.) — Nada. Que yo no frie- 
go los platos esta noche. ¿Pues no quiere Fras- 
quita que los metamos en el agua para luego 
sacarlos como si fuera de verdad? 

Amelia. — Tenéis un humor... — (Se oye la 
campanilla.) — ¡Ricardo!... (Sale apresura- 
damente para abrir la puerta ) 

José. — ¿Se acostó ya tu hermano? 

Luisa. — Se ha echado sobre la cama. 

ESCENA X 

Dichos y Ricardo. 

Ricardo. — (Entra seguido de Amelia.) — Bue- 
nas, don José. ¿Cómo vamos? 
José. — Bien, ¿Y tú? 

Ricardo. — (A Luisa.) — ¿Qué hay, chiquilla? 

Ahí tienes a tu teniente. 
Luisa. — ¿Está abajo? 



[85] 



ERNESTO HERRERA 



Ricardo. — Supongo que sería él. 
Luisa. — (Mirando por el balcón.) — ¡Ay, sí, sí! 
Amelia. — Oye, Luisa. Subes antes de que cie- 
rren el portal. ¿Has oído? 
Luisa. — Sí, mujer. — (Mutis.) 

ESCENA XI 

Dichos menos Luisa; luego Frasquita. 

Isidro. • — (Que habla desde adentro.) — Oye, 

Ricardo, ¿eres tú? 
Ricardo. — Sí. ¿Qué hay? ¿Te has acostado ya? 
Isidro. — No; leyendo. ¿Traes cigarrillos? 
Ricardo. — Sí, hombre. 

Isidro. — Mándame uno por Amelia, ¿quieres? 

Ricardo. — • (Saca la petaca y le ofrece tabaco 
a don José.) — ¿Fumamos? 

José. — Bueno. Echaremos humo. 

Ricardo. — (Dándole la petaca a Amelia.) — 
Toma, llévale. — (Amelia coge la petaca, to- 
ma un cigarrillo y vuelve a ponérsela en el 
bolsillo. Luego sale y vuelve al momento.) 

José. — (Encendiendo.) — ¿Qué se miente por 
ahí? 

Ricardo. — Lo de siempre. Que si Dato, que si 
Maura, que si el general Weyler. Ya lo sabe 
usted. — (Por Frasquita, que entra.) — ¿Qué 
hay, Frasquita? 

Frasquita. — Nada, hijo. Mucho frío. ¡Uy! . . . 
Estoy dando diente con diente. 

Ricardo. — Sí que lo hace. 

Frasquita. — ¡Y tanto! . . . Como que estaba de- 
seando terminar de secar la loza para meter- 



[86] 



TEATRO COMPLETO 



me en la cama. — (Dejando los platos en el 
aparador.) — ¡Uyí . . ¡Vaya una nochecita! 
¡Dichosos vosotros, que sois jóvenes! 

Amelia. — Es que esta casa es muy fría. 

Frasquita. — Lo que yo digo. Que es necesario 
esterar, que hay que hacer traer un par de es- 
tufas; pero nada. . . La pereza. 

Amelia. — ¡Pero tía! . . . 

Frasquita. — ¿Ah, no? Pues dícelo entonces, 
anda, que se entere que es porque no tenemos. 
¡Ay, el carácter de la finadita! Genio y fi- 
gura. . . 

Amelia. — ¿Qué has hecho hoy? 

Ricardo. — Lo de siempre: pensar en tí. 

Amelia. — ¿Nada más? 

Ricardo. — ¿Te parece poco? 

Frasquita. — ¡Uyuyuy! 

Amelia. — Acuéstate, tía. 

José. — Sí, mujer, acuéstate. 

Frasquita. — No está bien. Luego tú te mar- 
chas y los novios se quedan solos, sin ningu- 
na persona de respeto que los vigile. 

José. — Bueno, bueno, bueno, bueno. Sin una. . . 
persona de respeto... Bueno, bueno, bueno, 
bueno. — (Mutis.) 

ESCENA XII 

Dichos menos José. 

Frasquita. — (Acercándose a los novios.) — 
Oye, Ricardo. Tengo que hacerte una consulta. 



[87J 



ERNESTO HERRERA 



Ricardo. — ¿Reuma? 

Frasquita. — No, no es eso. — (Con misterio.) 

¿Tú has reparado en el estado de este pobre 

José? 
Ricardo. — Sí 

Fhasquita. — ¿No te parece que está loco? 

Ricardo. — (Riendo.) — "Cuentan de un sabio 
que un día." 

Frasquita. — ¡Ah, sí! Tomadme a chirigota. Es 
lo único que me faltaba. 

Ricardo. — Pero tía. . . ¡Es que se le ocurre a 
usted cada cosa! . . . 

Frasquita. — Cada cosa. . . cada cosa. . . No ten- 
dría nada de particular . . . con los golpes que 
ha sufrido . . . Primero la muerte de aquella 
santa. . . — (Lloriqueando.) — Luego la infa- 
mia de esos bandidos. No es para volverse lo- 
co, ¿verdad? Pues yo os digo que sí. Yo no he 
estudiado medicina, pero veo más que todos 
vosotros Si no hay más que observarle; todo 
el día sin decir una palabra, sin atender lo 
que se dice. Un hombre como él . . tan ale- 
gre como ha sido siempre. Ya veréis como el 
día menos pensado nos llevamos un susto. 

Ricardo. — No lo crea usted. 

Frasquita. — Lo que tú quieras. Yo me lavo 
las manos. Pero conste que os lo he advertido. 
(Poniéndose de pie.) — ¿No queréis hacerme 
caso? ¿Os burláis de mí? Bueno. . al tiem- 
po.. Quedad con Dios. Al tiempo. — (Mu- 
tis.) 



[68] 



TEATRO COMPLETO 



ESCENA XIII 

Ricardo y Amelia. 

Ricardo. — ( Riendo ) — ¡Qué barbaridad, chica, 
te compadezco! 

Amelia. — Sí que tienes motivos. Si no fuera 
por tí, si no fueran estas horas que vivo jun- 
to a tí . Si vieras cómo me siento tuya, como 
una cosa que no tuviera más vida que la que 
tú le das. 

Ricardo. — Y eso eres: una obra... mi gran 
obra. ¡Si supieras tú cuánto orgullo, cuan no- 
ble egoísmo hay en este amor santo que me 
inspiras! . . . 

Amelia. — ¿Me querrás siempre? 

Ricardo. — Cada vez más. Cada día que pase, 
te sentiré más mía. ¿Es qué lo has dudado al- 
guna vez? 

Amelia. — No, nunca Es decir, a veces pienso 
en todo y me invade una tristeza, como una 
sombra de temor . . . Pero eso es sólo a ve- 
ces . . . Muy raras veces. 

Ricardo. — Loquita. Dame un beso. 

Amelia. — ¿Uno solo? — (Va a besarle y luego 
se detiene.) — No, aguarda; Frasquita anda 
por ahí todavía. 

Ricardo. — ¿Y Concha, que no la he visto? 

Amelia. — Pues de paseo. En casa de Sara. 

Ricardo. — ¡Ah!. . . de esa amiga. . . Pues, chi- 
ca, mala está la noche para paseos. 

Amelia. — Eso le dije ya, pero. . . allá ella. 

Ricardo. — ¿Tan poco te interesa tu hermana? 



[89] 



ERNESTO HERRERA 



Amelia. • — Hombre. . . ¿por qué me dices eso? 

Ricardo. — Pues . . . pues porque no me ha pa- 
recido bien ese "allá ella". 

Amelia. — ¿Y qué quieres que haga? Por otra 
parte, sabiendo que está en casa de Sara. 

Ricardo. — ¿La conoces tú? 

Amelia. — No; pero. . . ¿por qué haces ese ges- 
to? 

Ricardo. — Por nada. 

Amelia. — No, dilo. ¿Ibas a regañarme otra 

vez? ¿Sí o no? 
Ricardo. • — Sí. 

Amelia. — ¿Y por qué no lo haces? Veo que 
eres tonto. ¿Quién con más derecho que tú? 
Si es que no me conoces. jSi supieras cuánto 
bien me hacen tus regaños!... 

Ricardo. — ¿De veras?. . . 

Amelia. — i Y tan de veras. Como que me siento 
más tuya. 

Ricardo. — Pues lo tendré en cuenta. 

Amelia. — Ah, sí, sí, debes tenerlo! y regáñame, 
pero de verdad. Empieza. 

Ricardo. — (Dándole un beso.) — Empiezo. 

Amelia. — Tramposo; así no vale. Escaparse 
por la tangente, no. Al grano. 

Ricardo. — Otro día hablaremos de eso. 

Amelia, — Otro día. . . Empiezas a inquietar- 
me. . . ¿Y por qué no?. . . Habla, habla Ricar- 
do, te lo suplico. 

Ricardo, — Pero si no tiene importancia, mu- 
jer. Como os oigo hablar continuamente de 
esa Sara, de los regalos de Sara, de las idas 
de Conchita a casa de Sara . . . 

Amelia. — ¡Ricardo! . . . 



[00] 



TEATRO COMPLETO 



Ricardo. — ¿Ves? 

Amelia. — No, no. . . Continúa. . . continúa. . . 

Ricardo. — Perdóname, Amelia. No tengo de- 
recho, ya lo sé; pero es que todo lo tuyo me 
parece mío y me interesa como mío. ¿Me per- 
mites que te dé un consejo? 

Amelia. — Di. 

Ricardo. — Pídele a Concha que te presente a 
su amiga, ve a su casa, observa, infórmate, y 
luego, si no hallas en ello nada de particu- 
lar.,. — (Observando a Amelia, que se ha 
echado a llorar desesperadamente.) — ¿Pero 
qué te pasa? ¿Estás llorando? Perdón, perdó- 
name, Amelia, y . . . 

Amelia. — No, si tienes razón, si lo que dices 
es justo. ¿Qué confianza podemos inspirarte 
mis hermanas, ni yo, ni nadie en esta casa? 

Ricardo. — (Enérgico.) — Que me enfado con- 
tigo, Amelia. ¡Que me marcho! 

Amelia. — Sí, vete. Vete y no vuelvas más. Es 
lo mejor que puedes hacer, por los tuyos, por 
tu porvenir. . . por todo. No sea que te alcan- 
ce nuestra deshonra. 

Ricardo. — Te creía más sensata. 

Amelia. — Pues no tenías razón. No debías 
creer nada bueno de mí, ni de nadie de mi 
familia, de esta familia envilecida por la mi- 
seria y por el oprobio de la que ya tenéis de- 
recho a sospecharlo todo. 

Ricardo. — Cálmate. 

Amelia. — No, si ya lo estoy; si ya ni lloro si- 
quiera. . . ¿Lo ves? ;Pobre Quijote! Creíste 
que era posible destruirlo todo, arrollarlo to- 

[91] 



ERNESTO HERRERA 



do; oír al mundo que duda y seguir creyendo 
ciegamente. A tiempo has vuelto de tu error. 
Ricardo. — ¿Nada más? 

Amelia. — Sí, un consejo. Ahora soy yo, pobre- 
cita de mí, la que se permite darte un conse- 
jo. Olvídame... Vete... 

Ricardo. — Pues no. 

Amelia. — Te lo ruego. 

Ricardo. — Que no. Antes me escuchas. 

Amelia. — ¿Para qué? 

Ricardo. — [Me da la gana, basta! Ahora me es- 
cuchas. 

Amelia, — (Dominada,) — Habla. 

ESCENA XIV 
Dichos y Luisa. - 

Luisa. — (Desde la puerta del foro.) ¡Olé por 
los novios divertidos! ... V?ya un velatorio. 
Si es lo que yo digo, chica, un pelma. ¡Mira 
tú que ocuparse de reñir cuando se está a so- 
las! .. . — (A Ricardo.) — Por tí, por tí lo di- 
go No pongas esa cara. Eres un pelma. ¿Por 
qué reñíais; vamos a ver? ¡Qué yo me entere, 
córcholis!. . . 

Amelia. — Déjanos solos, Luisa; vete. 

Luisa. — Sí, para lo que os sirve estar solos! . . . 
¡Pues no me da la gana de que riñáis, ea! 

Ricardo. — Si ya no reñíamos, tonta; si llegaste 
cuando nos estábamos reconciliando. 

Amelia. — No . . . No lo creas. 

Ricardo. — Sí, en cuanto reflexiones un poco; 



[92] 



TEATRO COMPLETO 



en cuanto vuelvas a ser lo que debes ser. Has- 
ta mañana. 

Amelia. — ¿Vendrás? 

Ricardo. — ¡idiota! Hasta mañana, Luisilla. 

Luisa. — Pelmazos, más que pelmazos; ahora 
soy yo la que se marcha. Ea. Arañáos si os 
place. — (Cómicamente.) — Buenas noches. 
(Mutis.; 

ESCENA XV 

Dichos menos Luisa. 

Amelia. — Siéntate. 
Ricardo. — No, me marcho. 
Amelia. — Siéntate. 
Ricardo. — ¿Te pasó? 

Amelia, — No te creo capaz de calumniar a na- 
die. Has lanzado una acusación. 

Ricardo. ■ — No. Te he hecho confidente de una 
sospecha que hace mucho tiempo viene pre- 
ocupándome. Lo has tomado a mal, te has en- 
fadado. . . Allá tú. . . 

Amelia. — Perdóname, Ricardo; me ha hecho 
mucho daño lo que me dijiste; sin embargo, 
como te conozco, sé que eres incapaz de decir 
una cosa sm estar muy cierto de lo que ha- 
blas. Explícame; no temas hacerme daño. Tu 
silencio me haría más mal. 

Ricardo. — Yo. . . 

Amelia. — Tú sabes algo ... no me digas que 
no. Tú has visto, tú has oído; tú estás cierto de 
algo. De lo contrario no hubieras hablado. 

Ricardo. — Pues mira. . . sí. 



[93] 



<í 'i 



ERNESTO HERRERA 



Amelia. — De. . . de. . . 

Ricardo. — No lo sé a punto fijo. Sé que. . . en 
fin, la tal amiga. . . la tal casa. . . En lo demás, 
puede que me equivoque; tal vez sea tiempo 
todavía. Trata de ser prudente; sobre todo, 
trata, por Dios, de que no se enteren los otros. 

Amelia. — Descuida... descuida!... — (Llora 
un momento ahogando los sollozos.) 

Ricardo. — Vamos, cálmate. 

Amelia. — Pobre Ricardo; cómo debes sufrir. 
Las cosas que oirás; las cosas que pensarás de 
mí, a pesar tuyo. 

Ricardo. — ¿Las cosas que pensaré? Oye. ¿No 
has visto nunca uno de esos brillantes de pri- 
mera agua engarzados, para que luzcan más, 
en una sortija de oro viejo? Pues eso pienso de 
ti Y cada vez te quiero más. 

Amelia. — 3 Qué bueno eres! 

Ricardo. — Bueno no, tonta, egoísta. Es que ca- 
da vez que pienso en tí y te veo aquí, rodeada 
de todos los tuyos y tan distinta de todos los 
tuyos.. . 

Amelia. — No son malos, Ricardo. 

Ricardo. — No. ¡Qué han de serlo! Son desdi- 
chados, inconscientes, muertos. Luisita que 
ríe; Pepe que hace chistes; Isidro que sueña 
con la resurrección del Gran Capitán; tu pa- 
dre que no sueña nada, ni, cree en nada, ni es- 
pera nada; tu tía que reza; Concha que llo- 
ra. . . Y en medio de ellos, tú y yo, sanos, 
fuertes, conscientes, seguros de nosotros mis- 
mos. Llenos de savia nueva, llenos de fe posi- 
tiva, amasando el porvenir con férreos puños. 
Ellos son el presente desconsolador, nosotros 



[94] 



TEATRO COMPLETO 



el futuro lleno de promesas de esta raza ale- 
targada de haber vivido demasiado! 
Amelia. — ¡Qué hermosa es tu fe. Háblame así; 
háblame siempre así, mi humano, mi divino, 
mi nuevo Don Quijote. ¡Cómo te amo, cómo 
te amo! 

ESCENA XVI 

Ricardo. — Bueno; y ahora, a ser la que debes 
ser, ¿has oído? Mucha cautela, mucha delica- 
deza; es necesario que pongas toda tu alma 
de mujer en esta empresa. ¿Has oído? 

Amelia. — Sí, descuida. ¿Te marchas? 

Ricardo. — Sí, son las once ya. ¿Me das un be- 
so? 

Amelia. — Sí. — (Llamando.). — ¡Papá: Ricar- 
do se marcha! — (Ambos salen al pasillo.) 
José. — ¡Ya! 

Ricardo. — Sí; mañana tengo clínica Buenas 
noches. 

José. — Oye. . . déjame otro cigarrillo, si tienes. 

Ricardo. — Pues no faltaba más. Tenga usted. 

José. — No, uno solo. 

Ricardo. — Tenga usted, hombre. 

José. — Bueno, gracias. Hasta mañana. — (En- 
tra en escena encendiendo el cigarrillo; da una 
humada larga y luego, mirando la espiral.) — 
Bueno, bueno, bueno, bueno. ¡Luisa! 

Luisa. — (Desde dentro.) — ¿Qué? estoy acos- 
tándome. 

José. — ¿Conchita no ha venido aún? 
Luisa. — No. Habrán ido al teatro. 
José. — Bueno, bueno, bueno, bueno. 

[951 



ERNESTO HERRERA 



Amelia. — (Entrando.) (En un esfuerzo sobre- 
humano por dominarse.) — Acuéstate, papá. 
Yo esperaré a Concha. 

José. — Eso te iba a pedir; tengo los pies hechos 
un mármol. Hasta mañana. 

Amelia. — Buenas noches, padre. 

(José sale lentamente por el joro. Amelia 
cierra la llave eléctrica y luego, ya sin poder 
dominarse, se deja caer sobre una silla, des- 
kecha en llanto. Por la puerta entreabierta de 
la alcoba entra un rayo de luz.) 



TELON LENTO 



[96] 



ACTO SEGUNDO 



La misma decoración del anterior. Se alza la cortina 
sobre la última escena del acto I. 

ESCENA UNICA 

Amelia. — (Continúa sentada con él codo apo- 
yado en la mesa en actitud de profundo ensi- 
mismamiento. Largo silencio; se oye la cam- 
pana del reloj de una torre vecina que da las 
cuatro.) — ¡Las cuatro! . . . 

Concha. — (Aparece cautelosamente en la puer- 
ta del foro, con el gesto de un ladrón que te- 
miera hacer ruido. Al ver a su hermana se di- 
rige hacia ella.) — ¡Amelia!... 

Amelia — ¿Eres tú? 

Concha. — (Va hasta la alcoba del foro, encien- 
de la luz y deja sobre la cama el sombrero y 
la piel.) — ¡Ay, hija, creí que me moría! Casi 
dos horas sin conocimiento, figúrate. Y Sara 
insistiendo en que me quedara allí. . . ¿Se han 
enterado? 

Amelia. — No; habla bajo. 

Concha. — (Dejándose caer sobre una silla.) — 
¡Ay, hija, que mala estoy!... (Reparando en 
el gesto de Amelia.) — Pero . . . por qué me 
miras así? 

Amelia. — ¡Y aún me lo preguntas!... ¡Qué 

por qué te miro así! . . . 
Concha. — Chica, no veo. Que querías que hi- 

[97] 

7-2t, 



ERNESTO HERRERA 



ciera. . . Me dio un vahído; no querían dejar- 
me venir. . . 

Amelia. - — ¡Pero Concha!. , . 

Concha. — ¡Ah!... ¿de manera que no crees? 
(Desde esta escena hasta el momento en que 
se entrega traicionada por la sinceridad de su 
llanto, la actriz debe conservarse en una acti- 
tud forzada, cínica a veces, agresiva siempre, 
en un estado de nerviosidad casi histérica.) 

Amelia. — No. 

Concha. — ¿De dónde vengo entonces? 
Amelia. — Tú lo sabrás. 

Concha. — ¿Qué quieres decir?. . . No te lo con- 
siento, ¿sabes?... ¡No te lo consiento!... 

Amelia. — Habla bajo. Ten en cuenta que son 
las cuatro de la mañana, que podría oírte Isi- 
dro y que te sería muy difícil explicarle de 
dónde vienes a esta hora. Ya que no por tí ni 
por mí, hagámoslo por los otros. 

Concha. — Hija. . . no te entiendo. 

Amelia. — Sí, me entiendes. 

Concha. — Lo que tú quieras. Me he ido de juer- 
ga por ahí. . . Eso es lo que quieres decir, 
¿verdad? Pues te felicito. ¡Sí que eres bien 
pensada! . . . 

Amelia. — ¿Por qué hacer comedias?. . . 

Concha. — Yo no hago comedias, ¿sabes? Te 
digo la verdad, sencillamente. Si no quieres 
creerme... hija, ¿qué quieres que te haga? 
(Encogiéndose de hombros y en actitud de dar 
por terminada la escena.) — Lo siento por tí. 

Amelia. — (Maternal.) — Escucha, Concha, ven 
acá. ¿Por qué eres así conmigo? Te noto tan 
cambiada de un tiempo a esta parte... Me 

[98] 



TEATRO COMPLETO 



pareces huraña, agresiva, hostil, como si te 
molestara, como si me temieras... que sé 
yo... 

Concha. — (Riendo agresivamente.) — Como 
si te . . . Cuando yo digo que tú no estás en tu 
juicio... ¿Por qué había de temerte? Ni a 
ti ni a nadie; ¡no faltaba más!... 

Amelia. — ¿Lo ves? ¿Por qué me contestas así? 

Concha. — Porque me da la gana, ¡ea!... No 
tengo los nervios para explicaciones, esta no- 
che. 

Amelia. — ¡Pero, Concha!. . . 
Concha. — Déjame en paz; te lo suplico. Déja- 
me en paz. 

Amelia. — ¡Qué cambiada! . . . qué cambiada te 
encuentro. ¡Nunca fuiste así para conmigo! . . . 

Concha. — Cada una es como debe ser. Tú tam- 
poco eres la misma; nadie es el mismo. 

Amelia. — Tienes razón, ¡nadie! , . . 

Concha. — Ya lo ves. 

Amelia. — Sin embargo. . . — ¡Tú y yo, Concha! 
Que nos hayamos vuelto así indiferentes la 
una para la otra. . . ¡Tú y yo! . . . 

Concha. — Qué quieres ... la vida es así. Mien- 
tras fuimos felices, éramos todos buenos. Siem- 
pre se es bueno cuando se es feliz. 

Amelia. — Pero hay sentimientos, hay afectos 
que están, que deben estar por encima de to- 
do; el nuestro era uno de ellos. 

Concha. — Lo parecía. 

Amelia. — Y lo es. 

Concha. — No. Ya ves como no. Hace dos años, 
ni tú te hubieras atrevido a insinuar jamás. . . 



[99] 



ERNESTO HERBERA 



lo que acabas de insinuarme, ni yo te habría 
contestado como te contesté. 

Amelia. — A pesar de eso; a pesar de eso. ¡Aún 
es tiempo! . . . Volvamos sobre nosotras mis- 
mas. Es tan dulce, es tan bueno tener a nues- 
tro lado un alma gemela que nos comprenda 
y nos reconforte y nos consuele. 

Concha. — Ah! . . . 

Amelia. — Antes... todo era común entre las 
dos... Las muñecas mientras fuimos niñas; 
después nuestros sueños, nuestras esperanzas, 
hasta nuestros pequeños remordimientos . . . 
Todo ha sido común. Y así desde criaturas, y 
así siempre, hasta ayer casi. ¡Quién nos hu- 
biera dicho entonces, que había de llegar un 
día en que nos miraríamos como extrañas; 
hasta el punto de escondernos nuestras lágri- 
mas! 

Concha. — Ya lo ves. 

Amelia. — ¿Pero por qué? — ¿Por qué ha de 
ser así? No; no puede, no debe ser. Recorde- 
mos . . . revivamos . . . volvamos sobre nosotras 
mismas... Intentémoslo por lo menos. (Cogien- 
do a Concha por las manos, con un gesto lleno 
de ternura.) i Ven acá, tú sufres! No me digas 
que no. Muchas veces, durante la noche me 
han despertado tus sollozos. Esta tarde mis- 
mo, al ir a hablarte, he sorprendido la hume- 
dad del llanto en tus pupilas. Estás nerviosa, 
malhumorada, enferma. Te muestras agresiva 
para esquivar mis preguntas, como temiendo 
hacerme una confidencia que se te escapa de 
los labios. Si te conoceré yo ¿Por qué fin- 
ges?. . . ¿Por qué ocultas tu dolor?. . . Volva- 



[100] 



TEATRO COMPLETO 



mos a ser las dos hermanas, las dos amigas 
que fuimos siempre. 

Concha. — Si fuera posible. . . 

Amelia. — Lo es. ¿Por qué no ha de ser? ¿Es 
que han de tener más fuerza dos años que 
toda una vida? No Volvamos sobre nosotras 
mismas; seamos las que fuimos siempre, des- 
de niñas... ¿Recuerdas? 

Concha. — ,Qué tiempos! . . . 

Amelia. — ¿Recuerdas? Tú tenías casi quince 
años, yo dieciséis, apenas. La vida empezaba 
a descubrir sus horizontes ante nuestros ojos 
asombrados, glotonamente abiertos. ¿Por qué 
será esto? ¿Por qué aquello? ¿Cuál sentido 
indescifrable esconderá aquella palabra que 
se nos ha prohibido pronunciar? ¿Cuál arcano 
se ocultará tras aquel velo que no nos es dado 
descorrer? Y sobre todo aquello, ¡cuántas vi- 
siones extrañas' j Cuántos castillos dorados! . . . 
¡Cuántos fantasmas amenazadores! Aquellas 
alegrías ingenuas que nos hacían reir como 
chiquillas: aquellas preocupaciones precoces 
que nos hacían discurrir como mujeres. 

Y en medio de todo, qué hermosa aquella 
comunidad de espíritus, aquel llorar yo por- 
que llorabas tú, aquel reir tú porque reía yo. 
Cuántas veces, alegres sin motivo o tristes sin 
saber por qué, empezamos a soñar frente a un 
ocaso y el alba nos sorprendía al día siguiente 
soñando todavía 

¡Estas chiquillas, siempre juntas, siempre 
hablándose al oído como dos "cómplices, ob- 
servaba sonriendo la santa de nuestra madre! 

Concha. — ¡Oh, calla, Amelia!... 



Cioi] 



ERNESTO HERRERA 



Amelia. — Otras veces dábamos en fabricarnos 
novios. — ¿Recuerdas? Tú. tenías uno muy ru- 
bio, muy guapo, que te rondaba la reja cuan- 
do nadie lo veía y te escribía unas cartas muy 
raras, que tú me recitabas de memoria. Yo 
uno moreno, alto, gallardo, apasionado y vehe- 
mente como un príncipe moro. Claro, como 
que yo no quería ser menos que tú. 

Concha. — ¡Ah!. . . 

Amelia. — ¡Y los casamientos que hacíamos; 
había que ver! . . . ¡Yo tendría un gran castillo 
a la orilla de un río, imponente, feudal! . . . 
Tú, una casita blanca, dormida en medio de 
un bosque, pequeñita y perfumada como una 
bombonera. Después, yo tenía tres hijos: gue- 
rrero el primogénito, obispo el otro, el más 
pequeño trovador. Tú, uno solo, una nenita 
rubia a la que llamaríamos... 

Concha. — (En una explosión de sinceridad he- 
cha llanto.) — ¡Ah! ¡Calla! Calla, Amelia, por 
favor. Me haces daño. (Rompiendo a llorar 
desesperadamente.) — ¡Me haces mucho da- 
ño! . . . 

Amelia. — (Que empieza a comprender.) — ¿A 
tí?. . . ¿Tú?. . . ¡Respóndeme, Concha! . . . ¡Ha- 
bla!... 

Concha. — (Rematando la confesión.) — ¡Soy 
muy desgraciada! . . . Soy muy desgraciada, 
Amelia. 

Amelia. — ¿Tú? — (Va hacia la puerta del foro 
y escucha un momento, como tratando de cer- 
ciorarse de que nadie oye; luego, volviendo 
junto a su hermana, que sigue llorando en si- 



[102] 



TEATRO COMPLETO 



lencio.) — Concha... Concha... Ven acá... 
Cuéntamelo todo... Como antes... 

Concha. — ¡Hay hombres muy infames!... 
¡Hay hombres muy infames, Amelia!... 

Amelia. — ¿Pero es que acaso?. . .- ¡Ah! No fal- 
taba más. Ricardo hablará con él. 

Concha. — ¿Para qué?. . . Déjale. 

Amelia. — ¿Qué quieres 0 No lo comprendo. 

Concha. — Es justo. Tú eres feliz. Cuando se 
es feliz no se comprende nunca. 

Amelia. — ¿Pero dónde está? . . ¿Quién es 
ese? . . . Dímelo . . . 

Concha. — No le conoces... ¡Miserable! ¡Ca- 
nalla! . . . 

Amelia. — ¡Cálmate, cálmate!... Cuéntamelo 
todo, pobrecita mía. ¡ Y yo sin saber nada! . . . 
¡Ah, no; no puede ser! ¡Cómo has podido ocul- 
tármelo! como es posible que nunca me ha- 
yas. . . 

Concha. — ¡Para qué! Tú eres feliz. Yo era muy 
desgraciada. No me hubieras comprendido, 
como no me comprendes ahora. Me habrías 
juzgado mal; más mal de lo que merezco. Más 
mal de lo que merezco, te lo juro. 

Amelia. — ¡Oh! No, eso nunca. Me hubiera en- 
fadado contigo, eso sí; te hubiera aconseja- 
do. . . Quizás habríamos conseguido evitar . . . 

Concha. — No. Hubiéramos reñido inútilmen- 
te. Hay cosas inevitables. Fatales como el des- 
tino. Mi desgracia es una de ellas. Tú no sabes 
lo que pesa una falta. |Cómo nos abruma, có- 
mo nos aplasta, cómo nos arrolla irremisible- 
mente! Créemelo, era inevitable. Todo me 
arrastraba hacia allá; nuestra desgracia, nues- 



[103] 



ERNESTO HERRERA 



tra vida amoral, todo . . . hasta tu propia feli- 
cidad. Sí, hasta tu propia felicidad, que me 
hacía mirarte como a un enemigo, como a un 
juez implacable. ¡Cómo fue 1 ... ¿Es que hay 
alguien que pueda explicar, que pueda descri- 
bir el camino del precipicio? Era inevitable. 

Amelia. — Siempre tiene remedio una falta, 
por grande que sea. 

Concha. — Una gran falta, sí; un gran conjunto 
de pequeñas faltas. . . no. Y esa es mi desgra- 
cia, y esa es la desgracia de todas. Un peque- 
ño delito... y otro más... y otro más... Y 
así, cada día que pasa, cada minuto, cada ho- 
ra. Primero por la esperanza de salvarnos; 
después, por el afán de aturdimos. Es así. 

Amelia. — Pero tú. . . 

Concha. — Yo, como todas. Cerradas todas las 
puertas, imposible todos los caminos, borra- 
dos todos los horizontes. . Sin saber hacer 
nada . . . Sin ser útiles para nada. Con la mi- 
seria que nos salpica y la desesperación que 
nos aturde y el hambre que nos aconseja. 

Eso fui yo. . , y eso será Luisa, y eso hubie- 
ras sido tú, sin el milagro de Ricardo. 

Amelia. — jDics mío! . . . ¡Dios mío! 

Concha. — ¡Es muy fácil ser juez! Es muy fácil 
decir "no haberlo hecho", "haberlo pensado 
antes", como si esas cosas pudieran pensarse. 
No haberla puesto a una en el camino de ha- 
cerlo, o, una vez que la han puesto, no tener 
el cinismo de acusar. 

Amelia. — Cálmate. Hablemos con calma. No 
te excites así. Cuéntame todo. 

Concha — Pues eso es todo. Un hombre que 



[104] 



TEATRO COMPLETO 



nos ilusiona, un desengaño, otro desengaño, 
otro novio y otro más y una pequeña falta y 
otra más grande y otra ... y otra. Y así hasta 
aquí; hasta lo irremediable. 
Amelia. — ¿Pero tú lo has hablado?. . . ¿Le has 
dicho?. . . 

Concha. — Con él estuve hasta ahora. No cree. 

Amelia. — No cree que sea. . . 

Concha. — Se ha guaseado de mí. No cree. ¡Ca- 
nalla! Si hubieras visto, con qué desvergüen- 
za, con qué cinismo se ha burlado de mis lá- 
grimas . . . 

Amelia. — ¡Infame! . . . 

(Se oye la voz de Isidro que grita desde 
adentro.) — ¡Ee! . . . ¡Vosotras! ... ¡A ver si 
dejáis dormir 1 — (Las mujeres se estremecen 
de terror Largo silencio, durante el cual pa- 
rece que hasta contienen la respiración, en la 
actitud de un ladrón que ha tropezado con 
una silla Luego Amelia, muy queda, casi al 
oído de Concha.) — ¿Y qué piensas hacer? 

Concha. — Nada ... No lo sé . Remediar esto 
en lo posible. . . Matarme si no. . . 

Amelia. — (Sin comprender.) — ¿Remediar? 

Concha. — Sí . . . evitarlo . . . tratar de . . . 

Amelia. — [Oh, calla! . . . Eso es un crimen. 

Concha. — Sí y no. A veces es lo contrario. Es 
evitar un crimen. 

Amelia. — ¡Oh, calla, por Dios; calla! No ha- 
bles así. Lo hecho hecho está. Dios ha querido 
que así sea. Buscaremos algún medio... tra- 
taremos de arreglarlo todo, de que... 

Concha. — ¿De qué? 



[ 105] 



ERNESTO HERRERA 



Amelia. — Después de todo, aún es posible que 
ese miserable reaccione. ¿Por qué desesperar? 

Concha. — ¿Y por qué esperar? No. Estoy re- 
suelta. 

Amelia. — Resuelta a. . . 

Concha. — A todo. No puede ser, no será. (An- 
gelito! . , . ¡Angelito de Dios! . . . 

Amelia. — Tú no estás en tu juicio, Concha; 
cálmate. Hablemos serenamente . . . 

Concha. — [Angelito de Dios! 

Amelia. — Escucha. . . me. . . ¿me permites que 
le hable de esto a. . . Ricardo? 

Concha. — Sí, eso quería pedirte. El es ya casi 
médico. El podrá quizá. . . 

Amelia. — ¿Qué dices?. . . 

Concha. — Eso. . . ayudarme. . . 

Amelia. — ¿Estás loca? Pedirle yo a Ricardo 
que... No; eso nunca. Jamás. Ni te pase por 
la imaginación. Nunca. 

Concha. — ¿Lo ves? Y hace un momento habla- 
bas. . . 

Amelia. — No me entiendes, Concha. Yo soy 
la misma siempre ... Te quiero ahora más 
que nunca . . . Me siento capaz de todo por 
tí... Pero no me pidas eso... Es superior a 
mis fuerzas y a nuestro cariño y a todo. No 
hay que pensar en eso. Me hace daño oírte 
hablar así. Pensar que pueda haberte pasado 
por la imaginación; que no te des cuenta de 
la enormidad de un delito semejante... No, 
tú no puedes pensarlo ... tú lo has dicho sin 
reflexionar . . . aturdida, quizás , . . 

Concha — No. Te engañas. Lo he pensado mu- 
cho. Es el único camino que me queda Es do- 



L 106 3 



TEATRO COMPLETO 



loroso, es inhumano, es criminal, todo lo que 
tú quieras. . . pero es el único camino. 

Amelia. — Quita. . . calla, no hables así. ¡Tron- 
char una vida en germen! . . . j Asesinar la es- 
peranza de una vida'... Y todo ¿por qué? 
Por un momento de cobardía. . . por no tener 
el valor de afrontar al mundo. . . 

Concha. — No. ¡Demasiado sabes que no soy co- 
barde! . . . por mí, si se tratara de mí, de mí so- 
lamente, sabría reírme del mundo y desafiar- 
le y escupirle el rostro luciendo su condena 
como un blasón. Pero y vosotros y Luisita . . . 
y ellos; y esta pobre vida inocente; este hijo 
de mis entrañas ¿qué será de él? ¿Has pen- 
sado tú en eso? Sin un nombre, sin un pa- 
dre. . . sin nadie. 

Amelia. — ¿Y tú? ¿Tú no eres nadie? ¿Una 
madre no es nadie? 

Concha. — ¡Una madre!... ¿Y qué puede una 
madre? 

Amelia. — Todo, Una madre con su hijo en bra- 
zos, lo puede todo; es capaz de todo; es más 
fuerte que todo. Si no tiene, pide y si no le 
dan, roba y si no puede robar, mata. A dente- 
lladas, aunque sea, mata, pero a su hijo no le 
falta el pan. ¡Ca! . . . Dale una madre a tu hijo; 
una madre como debe ser, como son las ma- 
dres y ya verás tú como no te pide, como no 
necesita más. 

Concha. — ¡Literatura. . . literatura! . . . ¡Qué 
fácil eres de hacer! . . . ¡Cuántas madres con 
su hijo en brazos ruedan por el mundo! . . 
¡Cuántos niños lloran de hambre en brazos de 
sus madres! ... y se mueren de frío en los um« 



[107] 



ERNESTO HERRERA 



brales, en brazos de sus madres 1 . . . ¿Luchar, 
verdad? ¿Y qué haces tú por el mundo, sola, 
desamparada, repudiada, inútil para todo? Los 
brazos que pudieran servirte para trabajar o 
para robar, como tú dices ¡te los ocupa, te los 
ata, te los llena tu hi]o!... ¡Apartarle de 
ti! . ¡Confiarle a manos extrañas! . . . ¿Qué 
haces? ¿Qué puedes hacer? Y aunque no fue- 
ra eso. ¿Y después? Cuando le veas crecer, 
cuando empiece a razonar, . ¿qué haces de 
él?. . . ¿qué educación le das? ¿Armado de qué 
armas lo lanzas a la lucha? ¡Qué le respondes 
cuando pregunte por su padre, por su nom- 
bre, por su estado civil! ... Y si es una niña. . . 
si es mujer. . , ¡si es una niña, santo Dios!. . . 
Amelia. — No es el primer caso ni será el últi- 
mo. 

Concha. — No iPor eso están llenas de infelices 
las cárceles y llenas las calles de desdicha- 
das! . . . 

Amelia, — No exageres, mujer! . . . Por otra 
parte, tú no estarías sola. Nos tendrías a mí 
y a Ricardo pars velar por ti y por tu hijo. 

Concha. — Tampoco, Amelia No nos hagamos 
ilusiones. 

Amelia. — ¿No crees qué? . . 

Concha. — Sí, todo. Pero vosotros no sois ricos. 
Bastante haréis con luchar por vosotros mis- 
mos. Además, vosotros también tendréis hi- 
jos... y cuando los tengáis... ¡entonces ve- 
réis con qué sublime egoísmo sabréis defen- 
der su pan! No. No hipotequemos nuestro al- 
truismo. ¡No firmemos letras contra nuestra 
abnegación de mañana! . . . Una sola cosa pue- 



L 103] 



TEATRO COMPLETO 



de hacer Ricardo por él y por mí. Ya te lo 
he dicho. 

Amelia. — No; lo conozco. Sé que preferiría mo- 
rir antes que hacerlo Además. . . el peligro 
que correrías. 

Concha. — ¿Peligro de qué? 

Amelia. — De morir, inclusive. 

Concha. — Si no es más que eso. . . He llegado 
a desearlo, te lo juro. Hasta me siento capaz 
de... 

Amelia. — ¡Calla!... No digas disparates. ¡Ca- 
11a!... Ni una cosa ni otra. Vivir... Vivir 
todos. Mal o bien, felices o desgraciados, pero 
vivir. [El primer deber, vivir! . . . 

Concha. — O saber morir a tiempo. . . 

Amelia. — ¡Calla! . . . ¡Me desesperas. . . me 
vuelves loca!... De pensarlo solamente... 
Pero, no; tú no lo harás. . tú no serás capaz 
de. . . ¿Verdad que no? ¿Verdad que no? 

Concha. — ¡No lo sé. . . no lo sé! . . . 

Amelia. — ¡Cuánto dolor! . . . ¡cuánto dolor, 
Dios mío! . . . Cuánta infamia, cuánto delito 
no tendrás que castigar en este mundo, cuan- 
do ni en el vientre de una madre, ni en la ca- 
beza de un ángel se detiene tu ira. ¡Qué des- 
dichadas! . . ¡Qué desdichadas somos! 

Concha. — ¿Lo ves? ¿Por qué quisiste saber? 
¿Por qué quisiste resucitar el pasado?. . . Los 
sueños... los castillos dorados de otros días; 
¡el príncipe rubio! ... ¡la casita blanca! . . . -Ve 
tú lo que la realidad . . . 

(Suena el timbre de la puerta.) 

Amelia. — (Sorprendida al ver la luz de la ma- 
ñana que se filtra por las rendijas de las ma- 



[109] 



ERNESTO HERRERA 



deras.) — ¡El trapero!... ¡Jesús!... ¡El tra- 
pero ya!. . . (Abre una madera, como dudan- 
do aún. La estancia se ilumina a medias, con 
esa claridad borrosa de la mañana.) — Acués- 
tate Concha. ¡Pronto! ... No sea que se levan- 
ten y te vean... Acuéstate. (Sale presurosa, 
Concha se alza y hace esfuerzos por andar, 
luego se deja caer sobre la silla desfallecida. 
Se oye la campana de una iglesia vecina que 
llama a misa de alba, los primeros tranvías 
que pasan y el pito de una fábrica.) 

Amelia. — (Que entra de nuevo y al ver a su 
hermana desfallecida, corre hacia ella dando 
un grito contenido.) — ¡Concha! . . . ¡Con- 
cha!... ¿Te has puesto mala? 

Concha. — No llames todavía... Espera a que 
me acueste. . . No es nada. . . 

Amelia. — Sí, acuéstate... ven... Apóyate en 
mí... Vamos... pronto... 

Concha. — (Apoyándose en su hermana.) Sí, 
vamos. No te asustes... No es nada... ¿Lo 
ves? Igual que antes. Es el alba que nos ha 
sorprendido otra vez. 

(Cae el telón muy lentamente, mientras las 
dos mujeres andan con dificultad hacia la al- 
coba del foro.) 



[110 3 



ACTO TERCERO 



El mismo decorado de los anteriores. 
ESCENA I 

Amelia. — (Que está junto a la ventana, como 
observando, se vuelve y, dejándose caer sobre 
una silla.) ¡Dios mío!. . . ¡Dios míol. . . 

José. — Bueno, bueno, bueno. Pobrecita. 

Isidro. — ¡Sí, pobrecita!... Eso es; tenerle lás- 
tima. ¡Malditas sean todas las hembras y! . . . 

Amelia. — (Suplicante.) — Calla. . . 

Isidro. — ¡Si me lo sospechaba yo! . . . 

Amelia. — (Escuchando.) — ¿A ver? Calla... 
No. — (A Pepe, que toca la guitarra en la ha- 
bitación contigua.) — ¡Pero Pepe, por Dios! . . . 
Parece mentira que aún tengas alma para . . . 

ESCENA II 

Dichos y Pepe. 

Pepe. — (Hablando desde adentro.) — ¡No sé 
qué queréis que haga uno! ... Ni estudiar lo 
dejan, caramba. 

(Aparece en la puerta de la derecha con la 
guitarra en la mano y una colilla entre los la- 
bios. Deteniendo a Isidro, que pasa nerviosa- 
mente.) ¿Quieres darme lumbre? — (Después 
de encender.) — ¡Tanto pensar! . . . ¡Tanto 



[111] 



ERNESTO HERRERA 



preocuparse! . . . Ahora ya está. ¡Qué se le va 
a hacer! . . . 

José. — Bueno, bueno, bueno. 

Pepe. — ¡Bueno, bueno! ... Si con ponernos fú- 
nebres remediáramos algo... ¿Que se mar- 
chó? Y bueno; hizo bien. Para lo que la espe- 
raba aquí, mejor está en un hospital, que en 
donde ha ido a parar, seguramente. 

Amelia. — ¿Quieres callar, bestia? 

Pepe. — ¡Sí, bestia!, . . Si la gracia de la niña te 
hubiera costado reñir con la novia, como me 
ha costado a mí, ya veríamos si la defendías. 

ESCENA III 
Dichos y Luisa. 

Luisa. — (Que sale a medio vestir, con una 
toalla sobre los hombros y rizándose el pelo 
con unas tenacillas.) — ¡Reñir con la novia! . . . 
Valiente pendón; la niña cursi. Que agradez- 
ca a Dios si no le pasa a ella lo mismo, que no 
será porque no se lo busque. 

Pepe. — Esa no es cuenta tuya. 

Luisa. — ¡Frágil!... ¡Ponerla entre algodones 
para que no se quiebre! . . . ¡La mona! . . . 

Isidro. — ¿Acabaréis de una vez? ¡Maldita sea! 

Pepe. — (Haciendo un ademán de pasar de ca- 
pa.) — ¡El huracán! 

Amelia. — ¡La inconsciencia, bestia!... Haz 
chistes; sigue haciendo chistes, que quizás en 
este mismo momento, tu hermana. . . 

Pepe. — No le dará tan fuerte. 

Isidro. — Mira. . . es lo mejor que podría hacer. 



[112] 



TEATRO COMPLETO 



Eso le tendría más cuenta que caer bajo mis 

manos; te lo aseguro. 
Amelia. — Capaz serías tú de eso. De ir a tra- 
bajar y de sostener positivamente el decoro 

de la familia, no; pero de eso, sí. 
Isidro. — (Amenazando a Amelia.) — Mira, 

Amelia, que tengo los nervios de punta y... 
Amelia. — Pégame. . . pégame, cobarde. De eso 

también eres capaz. 
Isidro. — (Avanza como para golpearla, pero 

luego, dominándose, sale violentamente por la 

puerta del foro.) — ¡Maldita sea! 
Amelia. — ¡Uf . . . qué vida!. . , ¡Qué vida! . . . 
José. — En fin, en fin; pobrecita. 
Pepe. — Estará mejor que tú, seguramente. 
Luisa. — Como si la viera: en casa de la tía 

Lola. 

José. — En casa de... Sí... Buena es la tía 
Lola, buena .. . [Pobrecita! 
(Mutis derecha.) 

ESCENA IV 

Dichos menos Isidro y José. 

Amelia. — (Nerviosa.) — ¡Y Ricardo que no 
viene! . . . 

Pepe. — • Ni falta que hace. ¡El hipócrita! Yo no 
sé cómo Isidro no le ha echado a puntapiés. 

Amelia. — (Mirando despectivamente.) — ¿Por 
qué no lo haces tú? 

Pepe. — ¿Yo? Porque no se me ha ocurrido. 

Luísa. — ( Cómica.) — Quita . . . quita . . . 

Pepe. — ¡Ah, no! . . . No se lo ha merecido, ¿ver- 

[1131 

e - 2t 



ERNESTO HERRERA 

dad? — (Imitando a Ricardo.) No llamar mé- 
dico; si no es nada. . . ¡Si no tiene importan- 
cia! . . . 

Luisa. — Como que estaba al cabo de la calle; 
lo mismo que esta otra mosquita muerta. 

Pepe. — Gracias a que Isidro . . . Parece que se 
lo daba el corazón. 

Amelia. — ¿Y qué habéis ganado con saber? 
¿Qué habéis adelantado con enteraros? ¡Ha- 
cer escenas! . . . Amargarle la vida a la infeliz 
con vuestras imbecilidades. Vosotros tenéis la 
culpa de que se haya marchado ... De todo lo 
que suceda. . . 

Luisa. — ¡Ah, sí; nosotros! ... ¿Y tu Ricardito 
no, verdad?. . . Hubiera hecho. . , lo que ella 
quería, nadie se hubiera enterado y todos ha- 
bríamos salido ganando. 

Pepe. — Sí, eso digo yo. Obras son amores. Pero, 
naturalmente . . . Podía comprometerse el ni- 
ño! 

Amelia. — ¡Qué bajos!, . . ¡Qué bajos estáis!. . . 

Luisa. — ¡Um! ... Me río yo de las águilas. Mu- 
cho predicar, mucho hacer discursos . . 

Pepe. — Sí; y a la hora de la verdad. . . 

Amelia. — ¡Me dais asco! . . . 

Luisa. — Como que te decimos la verdad. 

Amelia. — ¡La verdad! . . . Así la véis vosotros, 
a través de vuestros espíritus pequeños, mez- 
quinos, menesterosos! . . . (Rompiendo a llo- 
rar.) — ¡Cuánta miseria; cuánta miseria, Dios 
mío! 

Pepe. — (Canturreando.) — Alirón, Alirón. . . 
Amelia. — (Suplicante.) ¿Por qué sois así? Es- 
cucha, Pepe. 



[114] 



TEATHO COMPLETO 



Pepe. — ¿Qué quieres? 

Amelia. — Tú no tienes mal corazón; tú no eres 
malo. Ayúdame. Tú también, Luisa. Aún po- 
demos evitar . . . 

Luisa. — ¿Qué quieres decir? 

Amelia. — Nada. . . que Ricardo, ya lo sabéis, 
ha ido a buscarla Es muy posible que si la 
halla logre convencerla . . . 

Luisa. — ¡Ca! ... No conoces a Concha No ven- 
drá así la piquen. Ni con Ricardo, ni con la 
Guardia Civil. 

Pepe. — Sí vendrá. Cuando se convenza de 
que. . . Eso, si no está en casa de Lola. En ese 
caso, sí; de lo contrario, ya lo veréis como vie- 
ne. No sé a dónde va a ir. 

Amelia. — Por eso. Trata de alejar a Isidro. Llé- 
vatelo. No sea que. . . 

Pepe. — ¿Yo?. . . ¿Llevarme a. . ? ¿Pero tú es- 
tás loca? Bueno está Isidro. Como para. . . No, 
chica, no. Renuncio. 

Amelia. — De manera que consentirás que tu 
hermana . . 

Luisa. — Mira ... no haberlo hecho. 

Amelia. — jLuisa! ... ¡Y eres tú la que! . . . 

Luisa. — Yo. sí. . . La verdad es la verdad. Lo 
hubiera pensado antes. 

Pepe — Eso. 

Amelia. — Lo hubiera. . . 

Luisa. — Mira . . . hay una sola cosa en el mun- 
do que no tiene perdón; la tontería Yo no me 
meto en que si una cosa o la otra . . . Cada uno 
es como es y allá cada cual. Pero ... en fin, tú 
me entiendes. A cierta altura de la vida no 
hay derecho a caer en esas inocentadas. Bas- 



[115] 



ERNESTO HERRERA 



tantes veces se lo advertí . . . Pero claro Una 
es una chiquilla. Me río yo de las formales. 
Pepe. — Y yo. 

Amelia. — ¿De manera que aprobáis? ¿No es 
eso? ¿Os alegráis? 

Pepe. — Alegrarnos, no; pero hasta cierto pun- 
to... La verdad es que, si para eso os sirve 
vuestro juicio me quedo con nuestro espíritu 
menesteroso que dices tú. 

Amelia. — ¡Y pensar que la humanidad está lle- 
na de almas como las vuestras! . . . 

Luisa. — ¡Sí; discursitos! . . . Lo que yo digo, te 
ha contagiado. Ahora mucha indignación y 
mucha cosa, y cuando debieron . . . 

Pepe. — Sí. Ahí duele. Siquiera nosotros no ten- 
dremos remordimientos. 

Amelia. — ¡Remordimientos! . . . ¡Qué habéis de 
sentirlos! . . . Sois incapaces de eso, como de 
lo otro, como de todo. 

Luisa. — Sí; somos muy malos. 

Amelia. — ¿Malos? No; ni siquiera eso. Ser 
malo es ser algo. Vosotros no sabéis ser ni 
siquiera eso. 

Luisa. — Sí, todo lo que tú quieras, pero que 
te conste que si Concha se hubiera confiado 
a mí, otra cosa hubiera sido. Ya me las habría 
arreglado yo para. . . 

Amelia. — ¡Calla, infeliz! . . . ¡Calla! 

Luisa, — ¡Je!... Lo que tú quieras 



[116] 



TEATRO COMPLETO 



ESCENA V 

Dichos y José. 

José. — ¡Aún continuáis vosotros con el molini- 
llo! .. . ;Darle vueltas! . . . ¡Darle vueltas! . . . 
Pepe. — Sí; eso digo yo. 

José — ¡Ah!. . . ¿eso dices tú?. . . Bueno, bueno, 
bueno. 

Amelia. — ¿Qué hace Isidro, papá? 

José. — No sé Estará echado sobre la cama; 

dando vueltas también. Como si esto tuviera 

más solución que . . . 
Luisa. — ¡El viaducto! . . . 
José. — Eso ... Tú lo has dicho. Tirarnos todos 

de cabeza. Que no quedara nada de toda esta 

inmundicia. 

Amelia. — ¡Qué vida! . . . ¡qué vida! . . . (Suena 
el timbre de la puerta; Amelia se estremece 
y luego, muy nerviosa deteniendo o Luisa.) — 
No deja! (Mutis rápido.) Luisa, que ha conti- 
nuado durante toda la escena la tarea de ri- 
zarse el pelo entra en el gabinete, absoluta- 
mente indiferente. Pepe silba bajo y rasga las 
cuerdas de la guitarra como acompañándose; 
José levanta la cabeza escuchando; luego, en 
un gesto de renuncia vuelve a su posición ha- 
bitual.) 

ESCENA VT 

(Se oye abrir la puerta y enseguida la voz 
de una criada que dice atropelladamente.) 



[117] 



ERNESTO HERRERA 



Buenas tardes. De parte de la señora del se- 
gundo, que lo ha sentido mucho. Que si ne- 
cesitan cualquier cosa que ya saben que... 
(La voz de Isidro muy colérico.) — ¡Dígale 
usted que no!... (Se oye un "Jesús" de la 
criada y enseguida un gran portazo. Luego un 
ligero diálogo entre Amelia e Isidro.) 

Amelia. — Escucha, Isidro. 

Isidro. — ¿Qué quieres? 

José. — Bueno, bueno, bueno, bueno (Reparan- 
do en Pepe que ha cogido el sombrero para 
marcharse.) — ¿Te vas? 

p EPE> — Sí. Lo tienen harto a uno. 

José — Déjame otro cigarrillo, ¿quieres 7 

Pepe. — (Arrojando el cigarrillo sobre la mesa al 
hacer mutis.) — ¡Estoy más aburrido! . . . 

ESCENA VTI 

Menos Pepe y luego Luisa. 

José. — (Liando el cigarrillo.) — Bueno, bueno, 

bueno, bueno. En fin. . . En fin. . . Luisita. 
Luisa. — (Desde dentro.) — ¿Qué? 
José, — ¿Hay lumbre? 

Luisa. ■ — (Asomándose.) — No sé. Creo que sí. 

José. — Enciéndemelo ¿quieres? 

Luisa. — ¡Uf ! . . . No me dejáis vestir (Toma el 
cigarrillo y sale haciendo un gesto de fastidio. 
En este momento vuelve a sonar la campani- 
lla. Luisa abre la puerta y luego llamando.) — 
; Amelia! ... Un Continental. 



[118] 



TEATRO COMPLETO 



ESCENA VIII 
José y Amelia, luego Luisa. 

Amelia. — (Entra leyendo muy preocupada.) — 
¡De Ricardo... Dios mío!... (Acercándose a 
José.) — Papá. 

José. — ¿Qué hay? . . . 

Amelia. — Ricardo que me dice que la ha visto. 
Vendrán... ¡Santo Dios!... Háblale a Isi- 
dro . . . Procura que se marche . . . 

José. — Pero hijita. . . No ves tú. . . 

Amelia. — ¡Dios mío!... 

Luisa. — (Entra con el cigarrillo encendido, es- 
cupiendo y haciendo muecas.) — ¡Uf ! . . . ¡qué 
asco! . . . Toma. 

Amelia. — ¿Despachaste al chico? 

Luisa. — Sí. Es de Ricardo, ¿verdad? 

Amelia. ■ — Sí... Figúrate tú... ¡Qué conflic- 
to!... 

Luisa. — ¡Ah, pero! . . . 

Amelia. — (Asintiendo.) Y ese hombre ahí... 

hecho una fiera. . . 
Luisa. — (Haciendo mutis de nuevo hacia el 

gabinete.) — Sí, la que hemos hecho. . . 

ESCENA IX 
Menos Luisa. 

José. — ¡En fin! . . . ¡En fin! . . . 
Amelia. — - ¡En fin! . . . ¡En fin! . . . ¡Qué no di- 
rás otra cosa! . . . 



[119] 



ERNESTO HERRERA 



José. — Hijita. . . ¿pero qué quieres tú que yo 
diga?. . . ¿No lo estás viendo? ¿Qué voy a ha- 
cer? . . . 

Amelia. — Tu deber. Volver a ser hombre de 
una vez por todas. ¿No eres el amo aquí? Pues 
imponerte. No permitir que... 

José. — Volver a ser. . . Imponerme. . . Bueno, 
bueno, bueno, bueno. 

ESCENA X 

Dichos e Isidro. 

(Hay un largo silencio. Isidro entra miran- 
do a su padre con un gesto como de asco. 
Luego toma una silla y se sienta en esa acti- 
tud de sombrío reconcentramiento.) 
Isidro. — ¿Qué dice ése'. . . 
Amelia. — Nada. Que no ha sabido nada toda- 
vía. 

Isidro. — ¡Ah! 

Amelia. — ( Acercándose a Isidro como sin atre- 
verse a abordarle.) — ¡Isidro! . . . 
Isidro. — ¿Eh? 
Amelia. — Escucha. 
Isidro. — Qué? 

Amelia. — ¿Por qué no sales un poco? Te senta- 
ría bien. Estás muy excitado. 
Isidro. — ¿Y qué? 

Amelia. — Nada. . . que debieras tratar de dis- 
traerte ... De tomar un poco de aire. 

Isidro. — Déjame. No quiero salir. No tengo ga- 
nas de tropezarme por ahí con cualquiera y. . . 
No, no, déjame. Estoy mejor aquí. 



[120] 



TEATRO COMPLETO 



José. — En fin. . . En fin. . . 

Isidro. — Si por lo menos esa. . . Pero no. Nada. 
Ah. . . pero yo he de saberlo. . . He de saber- 
lo, y... 

Amelia. ■ — ¿El qué? 

Isidro. — Eso Quién es . . dónde está. 

Amelia. — ¿Y qué adelantaríamos?. . . 

Isidro. — ¿Q uc qué? [Maldita sea!... ¿Cómo 
pudiera yo saber? 

Amelia. — No conseguirías nada. Un hombre 
que es capaz de . . . Tú tampoco conseguirías 
nada. 

Isidro. — ¿Nada? 

Amelia. — ¡Reñir! . . . 

Isidro. — ¿Y te parece poco? 

José. — Darle vueltas . . . Darle vueltas . . , 

Isidro. — No, dejarlo así, si te parece. Eso es lo 
que tú quisieras. ¿Verdad? 

Amelia. — No, Isidro. Ni dejarlo así ni empeo- 
rar nuestra situación con un desatino más. 

Isidro. — Es la única solución. 

José. — La única solución la tengo yo aquí. Una 
lata de petróleo, una caja de cerillas. . . levan- 
tarse una noche, rociar bien todo esto y 
pluf ! . . . Que no quede nada de toda esta in- 
mundicia. 

Isidro. ■ — Majadero. Dame el sombrero. 
Amelia. — ¿Dónde vas? 
Isidro. — No lo sé. 

Amelia. — ( Coge del gabinete el sombrero y se 

lo entrega.) — ¿Dónde vas? 
Isidro. — No lo sé. Déjame. (Hace mutis y se 

oye enseguida un gran portazo. Amelia y Jote 

quedan mirándose en silencio.) 



[121] 



ERNESTO HERRERA 



ESCENA XI 

Dichos menos Isidro. 

José. — En fin. . . En fin. . . 

Amelia. — Padre . . . tengo miedo. 

José. — En fin. . . En fin. . . 

Amelia. — Como un presentimiento... 

José. — Bueno, bueno, bueno, bueno. La vida 
es así. Cuando empieza a golpear le toma gus- 
to y sigue . . . hasta que se cansa o hasta que 
el cuerpo se le curte a uno y se hace insensi- 
ble a la estaca. Ya lo ves tú. Yo ni presenti- 
mientos tengo ya. ¿Para qué? 

Amelia. — ¡Dios mío! . . . ¡Dios mío! . . . 

José. — En fin... En fin... (Apoya la cabeza 
entre las manos y se queda inmóvil con los 
ojos jifas en las rayas del hule que cubre la 
mesa. Amelia llora ahogadamente. En la ha- 
bitación vecina, Luisa, terminando de vestir- 
se, canta un aire popular. Vuelve a sonar la 
campanilla y Amelia acude. Se oye la voz de 
Frasquita.) 

ESCENA XII 

Dichos y Frasquita. 

Frasquita. — ¡Ay, Jesús!... ¡Buena está la tía 
Lola!... Chica... que ni se le ocurra pasar 
por allí. Ni a ella ni a ninguna de vosotras. 
Os puso . . . 

José. — Ya extrañaba yo que pudieras pasar sin 
ir a meter las narices. 



[122] 



TEATRO COMPLETO 



Frasquita. — Ay hijo, en mala hora se me ocu- 
rrió. Buena está tu hermanita. Vieras cómo 
nos ha puesto a todos. 

José. — ¡Ah! ¿Sí, eh?. .. 

Fhasquita. — Que os está bien empleado; que 
sois un atajo de sinvergüenzas; que ella pre- 
veía todo esto y que de aquí y que de allá y 
que si sus niñas y que si ella y que si la gente 
y que si tú. i Ay! . . . Todo lo que me dijo. Con 
decirte que me despachó de la puerta. . . Fi- 
gúrate. (A Amelia.) — Ah. . . ¿y qué te cuen- 
to? La de Peláez, que me la tropezó en la calle 
Ancha. Enterada de todo y haciendo la que no 
sabía una palabra. ¡Ah! ... y otra cosa que me 
dijo la tía Lola. Que de lo único que se extra- 
ñaba era de que a tí no te hubiera ocurrido 
ya lo mismo o peor. Eso es. 

Amelia. — ¡Qué mundo!. . . ¡Qué mundo!. . . 

Frasquita. — Hija... después de todo... qué 
quieres que te diga. . . no les falta razón. 

Amelia. — Naturalmente. Todos sois los mis- 
mos. 

José. — La misma canalla. Aquí. . . allá, en to- 
das partes. En todas partes la misma canalla. 
Lástima de terremoto que . . . 

Frasquita. — (Persignándose asustada,) — Je- 
sús, María y José. 

José. — Que concluyera con todo. Con noso- 
tros . . . con ellos . . . que no quedara nada de 
toda esta inmundicia. 

Frasquita. — (Retrocediendo espantada.) — 
Cuando yo digo que... Nada, hija... Ya lo 
veréis. (Después de una pausa, ) — Oye ... ¿y 
no habéis tenido noticias? 



[123] 



ERNESTO HERRERA 



Amelia. — Sí. La ha hallado no sé dónde.,. 

Vendrá. Figúrate tú. 
Frasquita. — Y qué? 

Amelia. — Temo. . . por Isidro. Ya sabes cómo 
está. Es capaz de. . . 

Frasquita. — • ¡Isidro!... ¡Isidro!... ¡El coco! 
Pues que se aguante Isidro. La pobre chica 
no va a estar en la calle. Hay que tener un 
poco de caridad, caramba. Y en el estado en 
que está. Nada, que venga. 

Luisa. — (Desde la otra habitación.) — Sí, Fras- 
quita, responde. 

Frasquita. — Yo, sí, yo. No faltaba más. (A 
José.) — Pero has oído tú. Y te quedas tan. . . 
Te parece muy bien ¿verdad?... Darle a la 
infeliz con la puerta en les narices. Y todo 
¿por qué? Porque se le antoja al niño... 
Ay ... yo no puedo con eso. Que quieres . . . 
yo no puedo. 

José. — Déjame en paz, mujer. ¿Qué quieres 
que haga?. . . ¿Qué puedo hacer yo?. . . 

Frasquita. — Lo que debes Meterlo en cintura 
al niño ese. Que sepa que en esta casa... 
¡Ay . . . si viviera la finadita! . . . 

José. — Calla. 

Frasquita. — Pero es lo que yo digo. Siempre 
se lleva Dios a los que más falta hacen. 

José. — Ya ves tú. Y nos deja a nosotros. ¿Para 
qué nos deja? ¡Para estorbo! ... La mitad 
muerta... la otra mitad podrida. ¿Para qué 
nos deja a nosotros que no servimos ni para. . . 
tirarnos por el balcón? 

Amelia. — ¡Padre! . . . 

Frasqueta, — El sabrá por qué lo hace, José. 



[124] 



TEATRO COMPLETO 



José. — En fin. . . El lo sabrá. Yo no lo com- 
prendo. . . ¿Qué quieres que te diga?. . . Yo no 
lo comprendo. 

Amelia. — (Oyendo el ruido de un coche que 
se ha detenido.) — ¡A ver! Escucha. . . Sí. 

Luisa. — ¿Están ahí? (Siempre desde la otra ha- 
bitación.) 

Amelia. — Sí... Creo que son ellos. ¿A ver? 
(Hace mutis como para abrir la puerta.) 

ESCENA XIII 
Dichos y Luisa. 

Luisa. — ¡Ay hija, qué fatiga! . . . (Momento de 

expectación.) 
Amelia. — (En el pasillo después de haber 

abierto la puerta.) — ¿Vienes solo? 

ESCENA XIV 

Dichos y Ricardo. 

Ricardo. — No; ha quedado abajo. No se atre- 
ve. . . 

Frasquita. — Yo iré por ella . . . 

Luisa. — Y yo. Ya veréis como la traemos,.. 

(Salen atropelladamente.) 
José. — En fin... pobrecita. (Sale al pasillo.) 
Ricardo. — (Reparando en la actitud suspensa 

de Amelia.) — ¿Qué tienes tú? 
Amelia. — Nada. La alegría. 
Ricardo. — ¿Y tu hermano? 
Amelia. — Salió. 



[125] 



ERNESTO HERRERA 



Ricardo. — Mejor. ¡Me ha dado un trabajo!... 

Por nada quería... He tenido que mentirle. 

Le he dicho que Isidro me había mandado. 
Amelia. — ¿Y cuando vuelva?. . . 
Ricardo. — Deja. Yo me entenderé con él. 

(Se oye rumor de voces en la escalera, lúe- 

go un grito de Concha.) — ¡[Padre!!. . . 
José. — ¡Hijita! . . . ¡hijita! . . . 

ESCENA XV 

Dichos y Concha. 

(Amelia y Ricardo salen al encuentro del 
grupo. Luego entran todos rodeando a Con- 
cha. Escena de lágrimas, abrazos y exclama- 
dones propias de las circunstancias. Concha 
se deja caer sobre una silla llorando en silen- 
cio con la cabeza entre las manos.) 

Concha. — (Levanta la cabeza y mirando a to- 
dos.) — ¿Y los otros? 

Amelia. — Han salido. No os esperaban toda- 
vía. 

Concha. — Se han marchado . . . por no verme. 
Luisa. — No, tonta, si. . . 
Concha. — Se han marchado . . . 
José. — En fin. . . En fin. . . 
Frasquita, — ¿A tí qué te importa, tonta?. . . 
Concha. — No. Eso no. Yo me lo temía. (Enér- 
gica.) — Dejadme. 
Ricardo. — Oye, Concha. 
Concha. — Me has engañado. 
Amelia. — ¡No, tonta! 
Luisa. — Claro que no. 



[126] 



TEATRO COMPLETO 



Concha. — Sí. Lo veo bien claro en todos vues- 
tros rostros. Me habéis engañado. Se han mar- 
chado por no verme; habéis reñido quizás. 
No. . . no puede ser. No debo consentirlo. De- 
jadme que me marche. 

José. — Hijita. . . 

Concha. — Sí, padre, sí. No tengo derecho. No 
debo. . . 

Frasquita. — ¡Vamos! . . . ¡Vamos! . . . 

Concha. — ¡Por qué no me diste valor! . . . ¡Por 
qué no me diste valor, Dios mío! 

Ricardo. — Oye, Concha; ven acá. No digas ton- 
terías. 

Amelia. — Sí. Ahora te acuestas, ¿sabes? 
Frasquita. — Y nos vamos todos a hacerte com- 
pañía. Ya verás. 
Concha. — (Resuelta.) — No. 
Amelia. — Pero es que . . . 

Concha. — Sí, Amelia, lo siento mucho, pero. . . 
ya lo ves. No puede ser. 

Ricardo. — Pero ven acá. ¿Dónde vas a ir? 

Concha. — No lo sé aún, pero. . . estoy resuelta. 
Os he hecho mucho mal; os he costado mu- 
chas lágrimas. Lo veo; habéis reñido. Ellos 
mal o bien son el único sostén de la casa. Yo 
en cambio . . . No. No puedo consentirlo. Dios 
se apiadará de mí. 

José. — Hijita. 

Concha. — (Arrojándose en sus brazos.) — Sí, 
padre, sí! Tú me comprendes, ¿verdad? Tú 
has sufrido mucho también. Tú me compren- 
des. Dame un beso. Así. . . (Levantándose re- 
suelta.) — Ahora dejadme ir. Lejos... bien 
lejos. 



[127] 



ERNESTO HERRERA 



Amelia. — No digas tonterías, Concha. Vas a 
obligarme a que me enfade contigo. (Cogién- 
dola las manos.) — ¿Lo ves? Estás helada... 
tiemblas. . . ¡Estás enferma! . . . Acuéstate. 
¿Sí? 

Concha. — No. Déjame que me marche. Aún 
tengo fuerzas. 

Ricardo. — Mira. . . acuéstate. Luego, si no quie- 
res quedarte, si ves que es cierto lo que has 
pensado, yo te prometo . . . 

Concha. — ¿Qué? 

Ricardo. — Llevarte conmigo. ¿Quieres? 

Concha. — (Iluminándose.) — Al hospital... 
sí. . . eso es. Allí estaré bien. . . Tranquila por 
lo menos. Vosotras iréis a verme todos los 
días y todas estaremos tranquilas. 

Amelia. — Bueno; pero ahora te acuestas. Un 
momento... Mientras Ricardo corre los trá- 
mites. 

Concha. — ¿Me lo prometes? 

Ricardo. — Sí, tonta, sí, Pero ahora te acuestas, 

¿sabes? No sea que te pongas muy malita y. , . 
Frasqutia. — Sí, Conchita, sí. . . Ven. 
Concha. — No tengo fuerzas . . . Me . . . 
Ricardo. — Acostarla en seguida. 
Concha. ■ — No. Me echaré un momento, hasta 

que pase esto. No es nada. 
Amelia. — Sí, ven. 

José. — Sí, hijita, sí; vamos. Apóyate en mí. 

Concha. — ¡En tí! 

(José, Amelia y Frasquita, salen por la de- 
recha llevándose a Concha. Luisa que ha per- 
manecido durante toda la escena como vigi- 
lando la entrada se acerca a Ricardo.) 



[128] 



TEATRO COMPLETO 



Luisa. — ¿Y ahora? 

Ricardo. — No te preocupes de eso, tú. Ve junto 
a tu hermana. Yo me encargo de Isidro. 

Luisa. — Pues hijo. . . (Hace mutis por la dere- 
cha. Ricardo se sienta junto a la mesa.) 

ESCENA XVI 

Ricardo, luego Amelia. 

Ricardo. — Allá veremos . . . Allá veremos. 
Amelia. — Oye, Ricardo . . . tengo miedo. Llé- 
vatela. 

Ricardo. — i Amelia!. . . 

Amelia. — Sí, tengo miedo, Isidro ... No sabes 
tú como está; es capaz de todo. Tengo mucho 
miedo. 

Ricardo. — ¿Pero de qué, mujer? 
Amelia. — Reñiréis. . . 
Ricardo. — ¿Qué? 

Amelia. — Que sí, que reñiréis. Os conozco. 

Ricardo. — No; no tengas miedo. Consultaré con 
él y si se opone, saldremos tranquilamente. 
Haré lo que le he dicho a Concha y quedare- 
mos en paz. Quizá sea la mejor solución. 

Amelia. — ¿Sí?. . . ¿Me lo prometes? 

Ricardo. — Sí, mujer; sí. Parece que no me co- 
nocieras, caramba. Te doy mi palabra. 

Amelia. — Pero es que él . . . 

Ricardo. — No es para tanto, tampoco. Ya ve- 
rás tú. 

[129] 

9 -2t. 



ERNESTO HERRERA 



ESCENA XVII 
Dichos e Isidro. 
Ricardo. — ¿Eres tú? 

Isidro. — ¿Ha venido contigo, verdad? ¿Dónde 
está? 

Amelia. — ¡Isidro!. . . 
Ricardo. — Mira. . . yo. . . 

Isidro. — No. Has hecho bien. Tengo que hablar 
con ella. ¿Dónde está? 

Ricardo. — Escucha. Está mala. No, le hagas una 
escena ahora. . . 

Amelia. — ¡No, Isidro, por Dios! 

Isidro. — No, dejadme... Os prometo que..» 
Es que quiero hablar con ella... Una pre- 
gunta. . . 

Ricardo. — No; ahora no. Ven acá. . . No te pon- 
gas así. . . Ahora no puede ser. . . Cálmate. . . 
Isidro. — Si estoy tranquilo. ¿Lo véis? Dejadme. 
Ricardo. — No. 

Isidro. — (Tratando de entrar.) — ¡Que me de- 
jéis, caramba! 

Ricardo. — Que no, hombre... No seas maja- 
dero. 

Isidro. — Déjame, Ricardo; te lo ruego. 

Ricardo. — Que no. 

Isidro. — Mira que . . . 

Amelia, — ¡Isidro!. . . 

(Hay un momento en que parece que van 
a acometerse. De pronto, se abre la puerta del 
gabinete y Concha aparece en el dintel, de- 
teniendo con un gesto a las mujeres que se 
han arrojado al paso para impedirle salir.) 



[130] 



TEATRO COMPLETO 



ESCENA XVIII 

Dichos, Concha, Luisa y Frasquita, junto a la 
puerta. 

Luisa. — ¡Concha! 
Concha. — ¡Dejadme! 
Ricardo. — ¡Isidro! . . . 

Isidro. — Te doy mi palabra. Es una pregunta 

que quiero hacerle. 
Ricardo. — ¿Me prometes? 
Isidro. — Sí; no tengas miedo. Dejadnos. 
Concha. — No es necesario. Yo me marcho ya. 
Isidro. — No. Antes me escuchas dos palabras 

¿quieres? 
Concha. — Habla. 

Isidro. — (A los otros.) — Dejadnos solos. Yo 

os prometo que. . . 
Ricardo. — Sí, dejémosle que hable. Es justo. — 

(Cogiendo a Amelia, como para llevarla fue- 

Ta.) — ¿Lo ves, tonta? 
Amelia. — ¡Ricardo! 

Ricardo. — (Desapareciendo con los otros de- 
trás de la puerta del gabinete.) — Ya podéis 
hablar. 

ESCENA XIX 

Isidro y Concha. 

Isidro. — (Cierra la puerta y luego, tranquilo 
ya, señala una silla como indicándole que se 
siente.) — Quiero hacerte una pregunta, Con- 
cha; una nada más. 



[131] 



ERNESTO HERRERA 



Concha. — Mira ... no vale la pena de que te 
molestes por mí. Yo ya me marcho. Vine nada 
más que a darles un beso para . . . 

Isidro. — No. Antes es necesario que hablemos. 
Después ... te marcharás tú o me marcharé 
yo. Yo, probablemente. Y no volveré a mo- 
lestarte. Ni a tí ni a ellos. Pero antes es nece- 
sario que yo sepa. . . 

Concha. — ¿Qué?. . . 

Isidro. — Eso. Su nombre. No te pido más que 

eso; que me digas quién es: nada más. 
Concha. — ¿Para qué quieres saberlo? 
Isidro. — Eso es cuenta mía. 
Concha. — No. 
Isidro. — ¿Eh?. . . 

Concha. — No. Eso a mí. Tú no tienes nada que 
ver con eso. 

Isidro. — ¿No, verdad? Olvidas que soy tu her- 
mano, que llevas mi nombre, que. . . 
Concha. — Dejemos eso. 

Isidro. — Sí, y que viva y que se pase a mi lado 
y me señale con el dedo: El hermano de la 
interfecta. 

Concha. — No. Es demasiado cobarde para eso. 

Isidro. — Peor para él. Yo sólo te pido que me 
digas quién es; nada más. Has manchado mi 
honor, me has cubierto de vergüenza; debería 
matarte, y ya lo ves, me conformo con hacerte 
una pregunta. Una nada más. Después... te 
prometo que no volveré a molestarte Pién- 
salo bien. Es lo único que te pido. . . (Después 
de una pausa.) — Habla. 

Concha. — No Isidro, no me pidas eso; no pien- 



C 132] 



TEATRO COMPLETO 



ses en eso. Sería tu perdición y la de todos. 

No me perdonaría nunca que por mí . . . 
Isidro. — No; si no es por tí. Tú has muerto. Eso 

se acabó. Es por mí. Es por mí que te lo exijo. 
Concha. — ¿Con qué derecho? 
Isidro. — Que con que. . . 

Concha. — Sí, no te exaltes; hablemos con cal- 
ma. Hay cosas que solo pueden preguntarse y 
solo deben responderse en nombre del amor. 
No al juez, sino al confesor; no al acusador, 
sino al hermano. Tú me hablas en nombre del 
odio ¿Qué podría responderte? ¿Justificarme 
a tus ojos? Si no me comprenderías. (Echán- 
dose a llorar.) — Si no me comprenderías. 

Isidro. — Mira, Concha, seamos razonables; yo 
te prometo hacer todo lo posible porque esto 
se arregle. Yo hablaré con él, le pediré que 
repare su falta. 

Concha. — Casándose conmigo. 

Isidro. — Naturalmente. 

Concha. — No pienses en eso. Ni accedería él, 

ni podría aceptarlo yo. No quieras saber más. 

Es mejor. Déjalo así. 
Isidro. — ¿Qué quieres decir? 
Concha. — Nada. No me preguntes más; deja. 

Yo tengo tomada ya mi resolución . . . Espera. 

Yo te prometo a mi vez. . . Pero deja que me 

marche.. 
Isidro. — No. Antes hablarás. 
Concha. — Es inútil; ya lo sabes tú. 
Isidro. — Mira, Concha; no me hagas perder el 

juicio; no me obligues a que... 
Concha. — Habla bajo; cálmate. Por lo que más 

quieras en el mundo no me preguntes más. 



[133] 



ERNESTO HERRERA 



No quieras saber más. Por la memoria de 
nuestra. . . 

Isidro. — ¡ Calla! No profanes. No me obligues 
a. . . 

Concha. — ¡Dios mío! Déjame Isidro, te lo su- 
plico. Déjame que me marche. 

Isidro. — Antes hablarás, aunque. . . 

Concha. — No puedo. . . No me lo pidas. . . No 
me obligues a decirte . . . 

Isidro. — ¿Qué? 

Concha. — Lo que no debes saber. 
Isidro. — ¡Qué! . . . ¿qué quieres decir? 
Concha. — Nada. . . déjame. 
Isidro. — Contesta. 
Concha. — No puedo. 

Isidro. — ¡Concha!. . . ¡Por Dios! ... No me ha- 
gas pensar. . . No, no. Contéstame. . . Dime que 
no es verdad lo que ha pasado por mi imagi- 
nación en este momento, 

Concha. — Déjame. 

Isidro. — Habla. 

Concha. — ¡No puedo. . . no debo! . . . 

Isidro. — ¡Maldita! . . . ¡maldita! (La coge del 
cuello como para estrangularla. Concha, que 
ha tratado hasta ese momento que la escena 
se desarrolle en silencio, se deja caer de rodi- 
llas lanzando un grito desgarrador.) 

ESCENA XX 

(Dichos y Luisa que entra por la puerta del 
pasillo y se abalanza sobre Isidro, tratando de 
separarle de Concha,) 



[134] 



TEATRO COMPLETO 



Luisa. — ¡Isidro!... ¡Socorro!... ¡Ricardo!... 
¡Papá'... (A los gritos acuden todos. Escena 
de confusión. Ricardo se arroja sobre Isidro, 
sacudiéndole violentamente.) 

Ricardo. — ¿Qué es eso? ¡Suéltala! ¡Suéltala, te 
digo! 

Isidro. — ¡A mí! 

Ricardo. — (Le empuja violentamente, consi- 
guiendo apartarle.) — ¡Suéltala! 
Amelia. — ¡Ricardo' . . . 

Ricardo. — ¡Con qué derecho!... ¡Cobarde!... 

Isidro. — ¿Yo?. . . ¡Te mato! 

José. — (Tratando de interponerse entre los 
dos.) — Hijo, ¿pero es posible? 

Isidro. — (Apartándole violentamente.) — 
¡Aparta... tú r ... (Concha, al verse libre de 
Isidro, se pone de pie; mira la escena como en- 
loquecida por el espanto y va retrocediendo 
hasta la puerta del pasillo.) 

Concha. — ¡No... no... Dios mío!... (Sale 
como iluminada por una repentina resolución. 
Luisa, que ha reparado en su actitud, se lanza 
tras ella.) 

Luisa. — ¡Conchai (La escena rapidísima. Se 
oye una lucha entre las dos, luego un ruido 
sordo y un grito desgarrador de Luisa.) 

Luisa. — ¡Concha! (Isidro y Ricardo que han 
quedado paralizados por el primer grito de 
Luisa, corren hacia el pasillo, seguidos de 
Frasquita.) 

Ricardo. — ¿Eh? 



[ 135] 



ERNESTO HERRERA 



Isidro. — Se ha. . . 

José. — (Avanza como un borracho hasta la me- 
sa, luego, como sintiéndose sin fuerzas ya, se 
apoya sobre el respaldo de una silla.) — ¡Hi- 
jitaí... ¡Hijita!... ¡Hijita!... ¡Esto más!..» 
(Se deja caer sobre la silla, abrumado, sollo- 
zando.) — Bueno, bueno, bueno, bueno. 



TELON 



[130] 



EL CABALLO DEL COMISARIO 

SAINETE EN UN ACTO DIVIDIDO EN TRES 
CUADROS. 



Estrenado en Montevideo, en el Teatro Politeama, por 
la Compañía Vittone-Pomar, el 9 de marzo de 1915. 



PERSONAJES 



Makía Valentina 

Obdulia 

Vencedura 

Misia Elvira 

D. Gervasio 

Puchini 

Nemesio 

Sauro 

Mahallón 

Guillermo 

D. Ciríaco 

Sargento Laguna 

Pardo Flores 

Indalecio 

Salustiano 

Acompañamiento 



ACTO UNICO 

CUADRO PRIMERO 

La escena representa el patio de una estancia. A la 
derecha gran rancho de palo a pique, a la izquierda 
el galpón y la cocina. Al foro se ve el camino, 

ESCENA I 

D. Sauro, el Pardo Flores, Salustiano, Sargen- 
to Laguna e Indalecio (soldado) toman mate 
sentados en rueda frente a la cocina. Vencedura 
prepara el amasijo para las tortas, bajo el galpón. 

Vencedura. — (cantando.) 

Palomita voladora 
que te vas al cementerio, 
decile a mi amada muerta 
que por ella desesperio. 

Flores. — (A Sauro.) No se aflija viejo, hágame 
caso a mí que soy baquiano y sé lo que son 
esos trotes. En la cárcel se está lindo! ... se 
duerme, se come, se pita; hasta la ropa le dan 
a uno! . . . Yo, aquí, donde me ve, van con esta 
diez ocasiones que me catura la polecía. Y la 
de ahora es gorda, eh! . . . Homecidio y robo. 
Vainte años clavaus. Y ya me ve! Lo suyo no 
es nada. Total unos capones desgraciaos que 
le carnió al gringo ese ... Ni la cola le hacen. 
A lo más cinco meses por abigeato simple. 



[ 139 ] 



ERNESTO HERRERA 



Laguna. — Y además es compadre el comisario 
que no lo va a dejar en la estacada. 

Sauro. — Vea; eso es lo que da más rabia. Que 
habrá pensau mi compadre! Ah, gringo! 

Vencedura. — Son mala entraña estos bichos, 
no? Miren que perder a un hombre honrau 
por cinco disgraciaus capones . . . 

Laguna. — Y. . . el hombre defiende lo suyo. 

Vencedura. — Lo que ha robau decí mejor. Por- 
que ese sí que ha robau, y no son cuentos. 

Flores. — Pero ha robau ese gringo, doña? 

Indalecio. — Y eso qué tiene que ver? 

Flores. — Nada. Hay dos layas de robos. La 
criolla, que es la del país, y la que inventó 
Sistófono que jué el primer gringo que pisó 
estos pagos. El criollo se hace cuatrero; el 
gringo pone un boliche. 

Laguna. — Y vos che, tan aficionau como sos 
por qué no te hacés pulpero? 

Flores. — Mucho trabajo che. 

ESCENA II 
Dichos y Nemesio. 

Nemesio. — Cha que están bravas las moscas 

(A Sauro.) Qué dice viejo? 
Sauro. — Ya lo ves muchacho; tratau como un 

creminal por causa e ese gringo bandido. 
Nemesio. — Y... amigo... de aquellos cueros 

han de salir estas guascas. 
Sauro. — Qué dice mi compadre che? 
Nemesio. — Padrino está muy fiero con Vd. 
Sauro. — No ve?. . . Por causa de ese trompeta! 



[HO] 



TEATRO COMPLETO 



Jué pucha! ... Lo viá degollar de parau. Por la 
memoria e mis tatas te lo juro. 
Flores. — Y ese tostau cómo va? Qué tal resultó 
el apronte? 

Nemesio. — Lindo nomás. Se me hace que la 
ganamo. 

Salustiano. — Dios lo oiga. Pero vea que el ba- 

yito elos Gutiérrez, no es de facilitar, dicen 

que tiene siete ochavos. 
Indalecio. — Aunque tuviera veinte. El tostau 

es del comesario y se acabó. No faltaba más. 

Pa qué estamo nosotros, entonces? 
Laguna. — Quiere un amargo? Ha estar fríazo? 
Nemesio. — Está gueno. 
Flores. — Y quién lo corre por fin? 
Nemesio. — El negro Sosa, nomás. 
Vencedura. — No me gusta. Es medio falluto el 

negro. 

Laguna. — Sí, y además es elemento que res- 
puende a don Ciríaco. Si pudieramo conven- 
cerlo a don Gervasio. 

Nemesio. — De qué? 

Laguna. — De que lo corriera éste. Este sí que 

es corredor. 
Sauro. — Y derecho che; de los de lay. 
Nemesio. — Cualquiera lo habla a padrino de 

una cosa así. 

ESCENA III 

Dichos y Obdulia. 

Obdulia. — Ave María! 
Vencedura. — La maistra! 



[141] 



ERNESTO HERRERA 



Obdulia. — Cómo te va Nemesito? Tanto tiem- 
po!... Cómo te va! 

Nemesio. — Lindo nomás. Y a usté doña? 

Obdulia. — Ya lo ves. Vengo a llevármela a Ma- 
ría Valentina para casa de los Gutiérrez. Se 
preparan por allá grandes fiestas celebrando 
la victoria del bayito. 

Nemesio. — Y por qué no la redota doña? 

Obdulia. — Quien sabe. Puede ser nomás pero 
se me hace difícil. Hay cosas. . . Y la otra ca- 
rrera che? 

Nemesio. — Cuál? 

Obdulia. — La de . . . hacete el desentendido. 

Las ganará las dos Guillermito, che? 
Nemesio. — Si usté juese juez de raya. . . puede. 

ESCENA IV 
Dichos y María Valentina. 
María. — Obdulia! 

Obdulia. — Cómo te va picarona? No estás pron- 
ta todavía? Mira que ahora nomás cae Gui- 
llermito con el breque. 

María. — Enseguida concluyo, vamos? Pasa no- 
más que no hay perros. (Sale Obdulia.) 

Nemesio. — Valentina. 

María. — Qué hay, che? 

Nemesio. — Querés escucharme dos palabras? 

María. — Si despachas pronto sí 

Nemesio. — Decime una cosa. 

María. — Jesús, Nemesio, me das miedo! ... No 

me apretés así que me lastimás el brazo. 
Nemesio. — Es cierto que vas a dir? 



[142] 



TEATRO COMPLETO 



María. — A dónde? 

Nemesio. — Ahí, a casa de los Gutiérrez. 
María. — Claro. Demasiado sabes que me espe- 
ran. 

Nemesio. — Escúchame bien entonces. Tengo 

que hacerte una albertencia. 
María. — Pero qué te pasa? Estás loco? 
Nemesio. — Una albertencia nada más. Vos sa- 

bés Valentina todo lo que te quiero. 
María. — Vos nunca. . . 

Nemesio. — Razón de más. Mi amor era de esos 
que por sabidos se callan. Pa que cantarlo con 
guitarra cuando uno lo tiene aquí? Vos lo sa- 
bías, no me digás que no. Todos. . . todos lo 
sabían. 

María. — Mirá Nemesio, yo te aprecio como a 
un hermano, demasiau lo sabes, pero en estas 
cosas ... Lo quiero a Guillermo pa que te lo 
voy a negar. Lo quiero con toda mi alma. 

Nemesio. — No, si no vamo a peliar por eso. Es- 
tás por él? Que sea en hora güeña. Esa era la 
albertencia que te quería hacer. 

María. — No te entiendo. 

Nemesio. — Mejor pa vos, entonces. 

María. — Estás hablando e' despecho. (Sale Ob- 
dulia.) 

Obdulia. — Valentina! . . . Ah! . . . 

María. — Sí, vamos. (Entran las dos en el ran- 
cho. Nemesio muy contrariado se dirige al 
galpón.) 

Laguna. — No quiere otro amargo, don? 
Nemesio. — No, después. Voy a echarle una 
ojeadita al tostau. 



[143] 



ERNESTO HERRERA 



ESCENA V 

Dichos, luego Puchini y Marallón. 

Vencedura. — Te fijaste cómo está, che? Parece 
un ánima en pena. 

Indalecio. — Pero será verdá che, que don Gui- 
llermo anda queriendo ladiarle el pingo? 

Laguna. — Ansí parece nomás. Por ahura el que 
talla es él. 

Sauro. — De ahí vendrá pues el querer ganarle 
la carrera. 

Vencedura. — Mirá quien ha caído al baile. 

Laguna. — Fíjate el gringo!... Se trai un fo- 
rastero a los tientos. 

Puchini. — (Dentro.) Salute a la otoritá! 

Laguna. — Dense contra el suelo ahí nomás 
doñes. En la comesaría no hay naides. 

Puchini. — Osté premere, che. 

Marallón. — Buenas tardes. 

Puchini. — Salute a la otoritá. Cume te va sar- 
quente? Cume estás indiosete? 

Vencedura. — Che ... Y los demás sernos pe- 
rros? 

Puchini. — (Por Sauro.) Asegune caiga, che. 

Sauro. — Ya te vía dar asegún caiga, gringo 
sarnoso. Te voy a degollar de parau. 

Marallón. — Pido que se haga constar la ame- 
naza. 

Sauro. — Ya vos también. 
Laguna. — Sugete el picaro, don (a Indalecio) 
lleváte a los presos pal galpón, vos, y vos (a 



[144J 



TEATRO COMPLETO 



Vencedura) avísale al comesario que aquí está 

ya don Puchini 
Puchini. — Cu lo procuratore Murachone. 
Marallón. — Eso es. Con el procurador Ma- 

rallón. 

Vencedura. — El cuervo y el carancho, como 
quien dice. Les tengo un odio a estos bi- 
chos. . . (Mutis.) 

ESCENA VI 

Sargento, Puchini, Marallón. Luego María 
y Obdulia. 

Puchini. — Dónde lo pescaste, che? 

Laguna. — En el rancho nomás. Los cueros es- 
taban enterraus en la cocina. 

Marallón, — El cuerpo del delito. 

Puchini. — Lo cuerpe? Lo cuere nada más, 
che ... Lo cuerpe se lo hanno churrasqueate 
cueste sinvergüenza. Cenque capone gorde, 
che. 

Laguna. — El hambre es mala consejera, don. . . 
Marallón. ■ — Lo cual no justifica y apenas si 

atenúa el delito ante la vara justiciera de la 

ley. 

Puchini. — Indiosite . . 

María. — (Seguida de Obdulia.) Buenas tardes. 
Dice tatita que ya viene. 

Puchini. — Maríe Valendine, cume te va? Ca- 
da día ma bodine che... Ay cune! Qui será 
lo gabuche suertude que te ate lu mancarrone 
a lo palenque. Vení che, precuratore ca ta pre- 
sente do mosa di esta qui cantano truco y te 

[1«] 

íe - 2t. 



ERNESTO HERRERA 



gasen echare lu resto. Lo dotore Murachone. 
La premere fegure sochiale de la vechine pue- 
ble de la Cañada de lo buerre. 
Marallón. — Es favor. 

Puchint. — La higue de lo cumesarie ma com- 
patre, y la maestre de la escoele. . . la per- 
sone ma destenguida y ma enteliquente de lo 
contorne. 

Obdulia. — Por Dios, don Puchini! Usted me 
confunde! . . . Tanto gusto señor. 

Marallón. — Tanto honor! 

Obdulia. — El honor es para nosotras. Poder es- 
trechar la mano de una persona tan distin- 
guida. 

María. — (A Laguna.) Y el viejo Sauro? 

Laguna. — Está en el galpón. 

María. — Pobre viejo. Diga usted. No le da pena 

perder a un hombre honrao con cinco hijos 

como tiene? 

Puchini. — E... cenque ñique... cenque hi- 
que . . . Cenque estabano tambiene lo capone 
ca me hanno churrasqueato. 

Marallón. — Abigeato con premeditación se- 
ñorita, que el Código Penal, artículo 26, in- 
ciso B, castiga con la pena de seis a dieciocho 
mes de prisión. Eso es. 

Puchini. — Hay viste? Tiene lo codigue a la 
ponta de lo dede. 

María. — En fin; ustedes verán lo que hacen. 
Ahí está tatita. Con permiso, no? (Mutis a la 
casa, con Obdulia.) 



[146] 



TEATRO COMPLETO 



ESCENA VII 

Puchini, Marallón y D. Gervasio que sale y se 
sienta en el patio. 

Gervasio. — Allegúese nomás don Puchini. 

Puchini. — Done Guenbasie! Cume dice que le 
va diende ... Yo ma he tomate la libertá de 
traeré conmigue lo procuradore Murachone, 
sabe? 

Marallón. — Juan Domínguez de Marallón. 

(Extendiendo la mano.) 
Gervasio. — (Se hace el desentendido.) A usté 

también le ha robau algún capón el viejo 

Sauro? 

Marallón. — No señor, no; yo vengo en ejerci- 
cio de mi profesión, asistiendo en su deman- 
da a mi nuevo cliente de asuntos judiciales. . . 

Gervasio. — Ah! Ta güeno. Puede tomar asien- 
to por ay... Tengo que hablar dos palabras 
con don Puchini. 

Marallón. — Sí, al respeto de. . . 

Gervasio. — (Descartándolo.) Disculpe, no? Lo 
he citao don Puchini . . . 

Marallón. — A raíz de la detención del presun- 
to autor del abigeato . . . 

Gervasio. — (Fulminándolo con una mirada, 
continúa hablando a Puchini)... pa decirle 
que el viejo Sauro ha sido detenido asigun su 
pedido, no? 

Marallón. — Con motivo de la sustracción de 
cinco capones, sustracción comprobada por el 
hallazgo de los cueros. 



[147] 



ERNESTO HERRERA 



Gervasio. — (El juego anterior, marcando cada 
vez más la indignación.) El viejo Sauro, sabe? 
es un antiguo vecino de este pago Siempre 
ha sido honrau y trabajador. Además es un 
viejo servidor del partido, lleno de sacrificios 
por la causa. El pobre hombre se ha visto 
obligau a hacer lo que hizo, acosao por la ne- 
cesidá. . . 

Marallón. — Lo cual atenúa el delito, pero no 
le exime de la pena que para el caso establece 
el Código Penal. . . 

Gervasio. — Vea don. . . Estoy hablando yo. 

Marallón. — Permítame que le haga notar que 
el Código de Procedimientos... 

Gervasio. — Vea ca. , .nejo. Yo soy gaucho bru- 
to, chapeau a la antigua nomás. No entiendo 
nada de códigos ni Dios permita que tenga 
que entenderme nunca con ningún pillo de 
procurador. 

Marallón. — Comprendido señor . . . Adiosito. 
(Haciendo mutis.) 

(Vencedura salió con el mate y presenció la 
escena.) 

Vencedura. — Viejo lindo! Tomá pal código! 
Choque esos cinco! 

Gervasio. — Lo que? Y a vos quién te ha dao 
vela. Tocá pa la cocina. Ya! Entrégale el mate 
a la niña, nomás! (Vencedura hace mutis al 
rancho.) 

Puchini. — Que tormente que se viene enci- 
me. . . 



[148] 



TEATRO COMPLETO 



ESCENA VIII 

Don Gervasio, Puchini. Luego María Valentina. 
Esta salió con Vencedura y hace mutis al galpón, 

Gervasio — Ahora escúcheme bien, don. El vie- 
jo Sauro, ha cometido un robo; usté lo ha de- 
nuncian y el comesario don Gervasio Antúnez 
lo ha mandau detener cumpliendo con su de- 
ber de funcionario. 

Puchini. — Rectef 

Gervasio. — Mesmo. Y cumpliendo con su deber 
de funcionario reto, está dispuesto a pasarlo 
a Juez si usté lo pide. 

Puchini. — E. se yo le pide. . . Natoralmente 
ca lo pido Me hane carneade cenque capone 
de lo ma gorde. 

María. — (Que viene del galpón con el mate.) 
Acosao por el hambre el pobre viejo!. . . 

Puchini. — Per el hambre ... yo comprende que 
ha site per la diquestione que me hano car- 
néate lo capone. Pero se vamo a merare to- 
do. . . la Leye é la leye. E la leye mandano 
que a lo ladrone lo porteño inta la carcere. 

Gervasio. — Esato. Pero la concencia dice ta- 
mién que al que ha sido honrau toda la vida 
y a robau una vez acosau por la necesidá, no 
se le puede tratar como a un cuatrero cual- 
quiera. 

Puchini. — Tode lo ladrone hane site honrade 
ante de venir ladrone. E la lege. . . 

Gervasio. — Ta bien, ni una palabra más. Usté 
quiere que se cumpla la ley. No es eso? 



[149] 



ERNESTO HERRERA 



Puchini. — Custe. 

Gervasio. — Ta bien; pierda cuidau; puede dir 
tranquilo nomás. Se cumplirá la ley. 

María. — Oiga tatita. . . Don Puchini tal vez se- 
pa pa onde rumbearon unas carretas que vio 
anoche Nemesito vandiando el paso. . . 

Puchini. — Une carrete, che. 

María. — Ocho contó Nemesito. 

Gervasio. — Ya le tengo dicho mijita que no 
quiero que meta baza en mis asuntos. Naides 
le ha preguntao nada . . . 

Puchini. — Oche carrete. . . Oche carrete. . . 

Gervasio. — A la cuenta algún contrabando de 
quien sabe qué pulpero de los alrededores. Ya 
le he encargau al Sargento que me averigüe 
la cosa. Nada más don Puchini Perdone que 
lo haya molestau. Puede dir tranquilo nomás. 

Puchini. — Este ... La bolsa de lo azucaro e lo 
café e lo tabaque ca la mandé lo otre día. . . 
erano... regale, sabe? 

Gervasio. — Gracias. Pero no tenía necesida 
de haberse molestau. 

Puchini. — Qui habla de molestia antre nosotre 
hombre amigue e correligionarie vieque cume 
some . . . 

Gervasio. — Dejuro. Como de amigo lo aceto. . . 
Como presente del amigo. . . al amigo, no? 

Puchini. — Custe. . . A lo amique. . . comesario. 

Gervasio. — Vea, don, entonces no. Porque sa- 
be? hoy o mañana pudiera acontecer que el 
comesario se viera obligau por cualquier cir- 
cunstancia a meter en las guascas al pulpero. 

Puchini. — Ja. . . ja. . . ja! . . . Que done Guen- 



[1501 



TEATRO COMPLETO 



basie este . . . Sempre chunchone. E sería ca- 
pase, che? 

Gervasio. — Claro que sería capaz. No lo he 
mandao trair al viejo Sauro, amigos y compa- 
dres como sernos. 

Puchini. — Compadres, che? No me diga! 

Gervasio. — Compadre y todo, mañana mesmo 
rumbea pal pueblo atravesau sobre el manca- 
rrón como un cuatrero cualquiera. 

Puchini. — Atravesate sobre lo cabaye . . . No 
me digue... Pobre vieque! Cencuente añe de 
honrades e con tode lo sacrificio que hano 
hache per lo partite. Sería un crímene, che. 
Per cenque desgracíate capone flaque que no 
valíano nada . . . 

María. — Lo perdona? 

Puchini. — Yo?. . . Pero como no lo va a perdo- 
nar a lo compadre de me amique ... Lo per- 
dono e lo recontra perdono... Avesá se te 
hace creite que lo gringue teneme corazone 
e perro. 

María. — (Con alegría haciendo mutis al gal- 
pón.) Ya me parecía a mí! 

Puchini. — Amique Guenbasie, lo diche, diche 
e lo mancarrone a la poerta. Quédame.. . en 
que aquí no ha pásate nada. 

Gervasio. — No, aquí no. Donde pasaron las ca- 
rretas jué por la picada, con rumbo a la pul- 
pería. 

Puchini. — Ma qui habla de la carrete ahora, 
che ... En víspera de la carrere de lo so caba- 
che, e con las elecciones que se nos veneno 
encima. Ya sabe que lo cenque peone que yo 



[151] 



ERNESTO HERRERA 



tengue, votano cume uno solo per osté... 
Estame? 

Gervasio. — En que . , . 

Puchini. — En que aquí no ha pásate nada 

Gervasio. — Y la ley? 

Puchini. — Macane che! Estame? 

Gervasio. — Gueno... por esta vez... que se 
genngue la lay. 

Puchini. — Indiesite, gabuche vieque! Hasta 
mañana, sí? E que gane lo tostau. (Mutis apre- 
surado.) 

ESCENA IX 

Gervasio, Sargento, María Valentina y Sauro. 

Gervasio. — Sargento! 
Laguna. — Ordene!! 

Gervasio. — Vaya y dígale a mi compadre que 
puede dirse nomás. 

María. — Ya se lo dije yo. Si viera cómo se pu- 
so! Está llorando de contento. (Sauro se va 
acercando muy confundido.) Le digo que se 
allegue, tatita, eh? sí? 

Gervasio. — (Haciendo que no le ve.) Lo que? 
No quiero ni verlo Que ni se presiente ante 
mi vista. Y que tenga mucho ojo, porque siem- 
pre no va a estar aquí el compadre pa sacarlo 
por el cabresto. Decíselo así, nomás. Que se 
vaya en hora güeña. (El viejo Sauro hace mu- 
tis, avergonzado, Don Gervasio que ha perma- 
necido de espaldas, cuando calcula que hizo 
mutis, hace una trasieión.) Ya se jué? Pobre 
viejo! (Al Sargento que cuadrado espera ór- 



[152] 



TEATRO COMPLETO 



denes.) Allégate nomás. Destrebuiste ya el 
personal a tus órdenes. (María Valentina si- 
gue con la vista al viejo Sauro y haciendo un 
gesto como el que no entiende lo que 'pasa, 
entra en el rancho.) 
Laguna. — Eso quería preguntarle. El pardo En- 
carnación, marchó esta mañana pa la pulpe- 
ría asigún ordena usté. No? El indio Indalecio 
está ay. 

Gervasio. — Gueno que salga mañana a prime- 
ra hora pa reforzar al pardo. Vos irás con no- 
sotros díspúes. Pa escolta. 

Laguna. — Y en la comesaría no queda naide? 

Gervasio. — Los presos. El pardo Flores que es 
el de más confianza, puede encargarse de vi- 
gilar al otro 

ESCENA X 
Dichos y Nemesio que salió poco antes. 

Nemesio. — Es que yo había pensao padrino. . . 

Gervasio. — Qué es lo que habías pensao vos? 

Nemesio. — Llevármelo al pardo Flores pa que 
corriera al tostau. 

Gervasio. — Estás loco? Y si se llega a saber en 
el pueblo dispués? 

Laguna. — Quién lo va a dir a contar? 

Gervasio. — No, no, no, che, che! No me metás 
en cuestiones. El pardo Flores está encausau 
por homecidio. Ya debía estar en el pueblo a 
desposeción del juez... No, no, no, che, che. 
Que lo corra el negro Sosa, nomás. 



[153] 



ERNESTO HERRERA 



Laguna. — Vea, . . es una pena. Tratándose de 
una carrera tan comprometida . . . 

Gervasio. — Vos tamien crees que . . . 

Laguna. — Quién sabe! Yo lo que digo es una 
cosa, al ñudo no han tenido ellos tanto empe- 
ño en concertar esta carrera. El negro Sosa 
no es ni medio de confianza. Es la gente e' don 
Ciríaco. 

Gervasio. — Pero vos crees che, que se atre- 
van a? . . . 

Laguna, — Es tan fácil. . . Todo depende de la 
largada. 

Gervasio. — Jué pucha... Ni me lo digas... 
Sería como pa degollarlo ay mesmo. No, no. 
Mi compadre Ciríaco... 

Nemesio. — Lo que? Por darle en la trompa a 
usté capaz de cualquier cosa. Y si no acuérde- 
se e' las elecciones. 

Gervasio. — Te acordás? Viejo sonso, no? An- 
sina fue el revolcón. Chá que le embromamos 
lindo. Si es al ñudo, che, A tener plata me ga- 
nará pero lo que es a gaucho . . . 

Nemesio. — Lo malo sería que en esta ocasión 
se saliera con la de él. 

Gervasio. — Con la del? Si se mama viejo loco. 
Llevátelo al pardo Flores, nomás. Al otro me 
le encajás el kepí'e la baja y te lo llevas con- 
tigo pa reforzar al personal. Así estará más 
vigilau. 

Laguna. — Está bien. Con permiso. (Mutis.) 



[154] 



TEATRO COMPLETO 



ESCENA XI 
Dichos, Ciríaco, Valentina y Obdulia. 

Gervasio. — Andá nomás. Ja, ja, ja! La cara 
que va a poner mi compadre cuando vea que 
le hemos chingao el golpe. Viejo sonso, no? 
Quererme boliar a mí! 

Ciríaco. — (Desde juera.) Dónde está ese viejo 
loco? 

Gervasio. — Venga p'acá, viejo sonso. Ya sé que 
anduviste por ay echando balacas al ñudo. 

Ciríaco. — Dónde anda mi ahijada, che? 

Gervasio. — Ta dentro con la maistra. Conque 
doble contra sencillo, no? No te esperás la pe- 
ladura e frente. Va a ser pior que aquella 
otra. Te acordás? 

Ciríaco. — Vaya una gracia! Haciendo votar de- 
juntos, cualquier sonso gana una elección. 

Gervasio. — Si no te digo que no. Pero pa ga- 
narle una carrera al tostau de Don Gervasio 
no basta con que se tire los pesos cualquier 
abombau. 

Ciríaco. — Como tu agüelo. 

Gervasio. — Como el disgraciau de mi compa- 
dre iba a decir. 

María. — Padrinito! (Apareciendo.) 

Ciríaco. — Vení pa ca'diablo lindo. De qué te 
reís tanto? 

María. — De las cosas de ésta. Está loca de atar. 
Me ha hecho reír . . . 

Ciríaco. — Las picardías que hablarán! 

Obdulia. — Ave María, don Ciríaco! Usté siem- 
pre malicioso. 



[155] 



ERNESTO HERRERA 



Ciríaco. — Es que también uno jué moso, doña. 

Gervasio. — Claro No porque lo vea a mi com- 
padre hecho un cascajo. . . 

Ciríaco. — Cascajo vos, que hasta tembleque te 
has puesto Yo entoavía conservo algunos pe- 
los negros. . . y las posturas. 

Gervasio. — Eso sí. Pa echar balacas al ñudo. . . 

Ciríaco. — Balacas? Ya lo veremos mañana. 

Gervasio. — (A Nemesio.) Qué te parece a vos, 
che? Se la ganamos sí o no? 

Nemesio. — (Con intención por Valentina.) La 
de mañana se me hace que sí. 

Ciríaco. — La de mañana?,.. Han apalabreau 
alguna otra? 

Nemesio. — Es un decir, nada más. 

Gervasio. — Un decir . . . Qué misterios son ésos, 
che? Ya sabe amiguito que no quiero cuestio- 
nes por causa e las carreras. Hace tiempo que 
lo noto medio refriau con Guillermito. Qué le 
pasa? Han tenido algo? 

Nemesio. — Nada. No es cierto, vos? 

María. — Yo no sé, pero se me hace que no. 
Por qué iban a tener nada? 

Gervasio. — Anda a saber. 

Ciríaco. — Míralo al hombre. Ahí lo tenés. 

ESCENA XII 

Dichos y Guillermo. 

Guillermo. — Buenas tardes gente. Vamos an- 
dando! 

Gervasio. — Caes a punto. Estabamo hablando 
e vos. (A Nemesio que intenta salir.) Vení pa 
ca vos. No le saques el cuerpo a la geringa. 



[156] 



TEATRO COMPLETO 



Guillermo. — Pero qué pasa? 

Nemesio. — Nada. Que a padrino se le ha meti- 
do en el mate que nosotros andamo disgustaus 
. por causa e las carreras. 

Guillermo. — Que ocurrencia. 

Gervasio. — No, como yo sé que vos sos medio 
balaqueador, que en eso salís al gaviota de tu 
padre . . . 

Guillermo. — Porque digo que le vamo a ganar 
al tostau? Le advierto que es la opinión de 
todo el mundo. 

Gervasio. — Lo ves? Y por qué van a ganar, 
vamo a ver? 

Ciríaco. — Porque entre un flete y un burro . , . 

Gervasio. — Ya salió el viejo gaviota acordán- 
dose e su agüelo. 

Ciríaco. — Del tuyo che viejo loco. 

Guillermo. — Y eso? Van a peliar ahura? 

Ciríaco. — Te juego cien contra uno a las patas 
del bayo. 

Gervasio. — El freir será el reir. 

Ciríaco. — Y no ha de faltar quien cante. 

Vencedura. — (En la cocina.) Palomita voladora 
que te vas pal cementerio 

Gervasio. — Ay juna! Ya no hay carreras. Ma- 
ñana tenemos lluvia. Querés callarte, chicha- 
rra! 

Vencedura. — Jesús! Ni cantar se puede. 
Guillermo. — (Invitando a marchar.) Bueno. . . 
Gervasio. — Ya se van a dir! 
Guillermo. — Es mejor aprovechar antes que 

se haga más noche. 
María. — Bueno, tatita. Hasta mañana, sí? 
Obdulia. — Hasta mañana Don Gervasio. 



[157 1 



ERNESTO HERRERA 



María. — Hasta mañana, Nemesio. Estás eno- 
jau? 

Nemesio. — Yo? Por que via estar enojau. Has- 
ta mañana pues. . . (Van haciendo mutis. Gran 
animación en la despedida, risas, adiós, etc. 
Nemesio vuelve hasta el primer término y se 
deja caer sobre una silla, mientras suenan los 
últimos adiós de despedida. Breve pausa. D. 
Gervasio sigue despidiendo con la mano y 
avanza observando muy preocupado la acti- 
tud de Nemesio, luego se acerca a él y gol- 
peándole el hombro cariñosamente, dice.) 

Gervasio. — Con que un decir, no? Conque esa 
había sido la otra carrera? 

Nemesio. — Perdida antes de largar, padrino. 
Perdida antes de largar! 

Gervasio. — Y por qué ha de ser perdida? Te 
ha dicho que está por él? 

Nemesio. — Ah! Pero, usté no?. . . 

Gervasio. — Yo? Crestiano sonso. Si sos mi flete 
e confianza. 

Nemesio. — Padrino! 

Vencedura. — (Que ha observado la escena, 
avanza atropelladamente y abraza a D. Ger- 
vasio.) Viejo lindo! Así me gusta compadre. . . 
Aura. . . aunque me mande al cepo. . . 



Mutación 



[158] 



CUADRO SEGUNDO 



Una picada en el monte 
ESCENA I 

Laguna, Indalecio, Flores y Salustiano con 
kepí de milico. 

Salustiano. — Pero quién lo había e decir, no? 

Flores. — Es como luz el bayito. 

Indalecio. — La culpa la tiene el comesario. Ha- 
bía e ser yo Don Gervasio. Cha que me la 
iban a ganar! 

Laguna. — A vos como al más pintao. Los de 
ahura son otros tiempos, che. El caballo é el 
comesario ya no gana las carreras. 

Indalecio. — De sonso que es don Gervasio. Ha- 
bía e ser yo comesario. Elesiones y carreras 
había e ganarlas yo. 

Laguna. — Güeno, gúeno, che. No te sintás co- 
mesario. Vas a pasar un mal rato. 

Flores, — Pior que el mío no ha de ser. Jué 
pucha, cuando lo vide a Don Gervasio endere- 
zar pal mancarrón con el cuchillo en la mano 
y echando chispas por los ojos, me dentro el 
diablo en el cuerpo. 

Salustiano. — Si soy yo, le cierro piernas. Oca- 
sión más linda pa juir. 

Flores. — No vale la pena! Total, pa qué? Pa 
andar a monte a lo loco igual que perro sin 



[159] 



ERNESTO HERRERA 



dueño? Mucho trabajo, che. La vida el preso 

es más linda. 
Laguna. — Asegún como se mire, che, no? La 

libertad vale mucho. 
Flores. — Pa lo que sirve al pobre. 
Laguna. — En el fondo puede que tengas razón 

nomás. Entre ser pión y estar preso . . . 
Salustiano. — Yo me quedo con ser pión. Ah, 

sí. . . Toda la vida. 
Flores. — De sonso nomás. En la cárcel se está 

lindo, che. 

Indalecio. — Si lo sabrá mi hijo Ustaquio. 

Flores. — Por lo mismo que lo sé. Lo que soy 
yo no me juyo ni que me paguen encima En 
la cárcel se está lindo, che. Se duerme, se 
come, se pita. . . Hasta la ropa te dan. 

ESCENA II 
Dichos y Sauro. 

Laguna. — Bajesé. Dése contra el suelo pues. 
Que peludo trae el viejo. 

Sauro. — No me, lo han visto al gringo? Lo ando 
buscando dende hoy. 

Salustiano. — Pa robarle otros capones, don? 

Sauro. — Esas son cuentas mías, che. No ha 
vandiau entuavía? 

Indalecio. — Entuavía no, que yo sepa. 

Sauro. — Lindo entonce. Lo esperaremo. Lásti- 
ma e carrera, no? Me han dicho que ganó el 
bayo. Claro.., Caballo gringo. Claro... No 
hay carrera con los gringos, che. El tostau era 



[160] 



TEATRO COMPLETO 



criollo y comió cola. Bien hecho! Quién le 
mandó ser criollo. Hubiera nacido gringo. 

Flores. — Que tararira compadre. Esta jué pes- 
cada a caña. 

Sauro. — Con caña la pesqué. Pa que te lo viá 
a negar. La pesqué con caña. Te importa algo 
a vos? Querés peliar? Borracho y todo nomás. 

Salustiano. — Ay juna! Míralo al viejo. Ni con 
los calzones puede y quiere hacer de Morai- 
ra. . . Pero es viejo disgraciau. . , 

Laguna. — Y pa dónde rumbea ahora? 

Sauro. — Pa aquí nomás No se aflija don. Me ' 
quedo por aquí. Vaya tranquilo nomás. Van 
pa la fiesta e Don Ciríaco, no? Lmda fiesta. 
Hasta bailes gringos hay. Lástima que yo no 
pueda dir. Tengo que hacer en este lau. Una 
cuenta que tengo que arreglar con don Puchi- 
ni. Por la memoria e mis tatas lo he jurao. 

Laguna. — Echese sobre el pasto, viejo, hágase 
un sueñito largo. Eso le va a sentar bien. 

Flores. — Pero que tararira ... Y ésta es de an- 
dar entre el barro. Cuidau al vandiar el paso, 
viejo, ja, ja, ja. (Hacen mutis todos menos 
Sauro.) 

ESCENA III 

Sauro y Puchini. 

Puchini. — Estate quiete. . . quietite. No me sea 
bellaque. 

Sauro. — Bienvenido don Puchini. Dende hoy 
le estaba esperando. 

Puchini. — Me pera que hace tomate la moles- 
tia, che. Lo pasato pesoteato, che. 

f 161] 

11 - 2t. 



ERNESTO HERRERA 



Sauro. — Vea, don, eso pa algunos, no? Pa mí 
no. Usté me tiró a matar, usté me buscó la 
güelta y si no hubiera sido por mi compadre, 
me pudre en la cárcel a mis años. 

Puchini. — Ma tode esto quiere decire antonce 
que osté no viene per agradecerme lo servicie 
que yo le he hecho? 

Sauro. — No, don gringo, no. Perdone el arrem- 
pujón, pero no es pa eso que le ando buscando. 
Vea, se lo viá explicar. No crea que estoy ma- 
merto. Es la satisfacción de encontrarme so- 
lito con usté. . . já, ja, ja. De hombre a hom- 
bre. Suponiendo que sean hombres los napo- 
liones, no? 

Ptjcheni. — Ma que quiere decire, osté? 

Sauro. — Quiero decir que cuando usté me de- 
nunció por el negocio e los capones, juré por 
la memoria e mis tatas que había e comerme 
sus chinchulines, gringo sucio. 

Puchini. — Comeré ma chinchu . . . Ma entonce 
quiere decire que yo te perdono lo gapone, 
anterpongue ma enfluencie personale e poli- 
tique culo comesario para que no te revien- 
teno come a une chinche, ma porte contigue 
come une cabayere e osté quiere comeré los 
chinchuline per incima. 

Sauro. — Ansina es. Vea lo que son las cosas, 
no? Dende hoy a las cuatro que ando cam- 
peándole pa eso. 

Puchini. — Mere, mere, vieque. Osté ha pillate 
cinque o sei quinebra per encima de la me- 
dida e osté está borrache come une chive. 

Sauro. — Lo que? Yo te viá a dar chivo! Pará 
este envión gringo loco. 



[162] 



TEATRO COMPLETO 



Puchini. — No cuegue che. No sea barbere. Ma 
va a pegare devere. 

Sauro. — Mirá gringo; no me calen tés más la 
sangre. Sé hombre una vez por todas y ya 
que vas a morir, porque de eso no te libra ni 
el mismo tata Dios en persona, ahórrame el 
cargo e concencia de haberte degollau como 
a un carnero. Olvídate de que sos gringo y 
peliá como hombre. 

Puchini. — Ma este é una aniquidá Yo no ten- 
gue gana de matarlo a osté. Osté no me ha 
heche nada para que yo te mande para el otro 
munde. 

Sauro. — No te aflijas por eso. Si el que va a dir 
pa el otro mundo vas a ser vos Ya sabes que 
lo he jurao por la memoria e mis tatas. Pela 
de una vez, mulita. Pelá o te mato sin asco. 

Puchini. — Maldite sea lo tate! 

ESCENA IV 
Dichos, Ciríaco, Obdulia y Marallón. 

Ciríaco. — Y esos gritos? Y eso, dones? 

Puchini. — No sa me pongue delante porque 
no responde de mí. 

Obdulia. — Ay Jesús! Pero qué pasa? 

Sauro. — Nada doña. Bromeando con don Pu- 
chini. Quiere que le enseñe unos tajos. Aura 
verá. Creías que te ibas a dir así? 

Ciríaco. — Qué es eso don; no ve que estoy 
aquí yo? Qué va a hacer? 

Sauro. — A degollarlo e parau nomás, sin fal- 
tarle al respeto a los presentes. 



[163] 



ERNESTO HERRERA 



Ciríaco. — A de. . . guarde ese cuchillo. Guard* 

ese cuchillo le he dicho. 
Sauro. — Ya te he de agarrar cortau. Por la 

memoria e mis tatas te lo tengo jurao, gringo. 

(Mutis.) 

ESCENA V 

Dichos menos Sauro. Luego M Valentina y 
Guillermo. 

Puchini. — Hay viste una cose iguale? 

Ciríaco. — Quería peliarlo a la juerza? 

Puchini. — Ha viste? Une desgracíate vieque 
de estes, empéñate en naceré salire a une de 
lo so casiche. Qui pelee con une desgracíate 
de este? 

Ciríaco. — Qué dice don Marallón? 
Marallón. — Pescando tarariras, amigazo. 
Ciríaco. — Tenga cuidao Mire que muerde ese 
bicho. 

Obdulia. — Qué tal? qué taP No podrá quejarse 
de su triunfo! 

Marallón. — Estaba descontado de antemano. 
Cómo iba a perder el bayo! 

Ciríaco. — Claro está pues. Tenía que ganar en 
fija. Solamente a mi compadre Gervasio, con 
lo mate duro que es, pudo ocurrírsele otra 
cosa Viejo loco, no? Se le ha metido en la 
cabeza hacerme a un lao y en todas partes se 
me cruza con el mancarrón. 

Marallón. — Pero lo que es esta vez! . . . 

Puchini. — Lo reventame per combadre! 

Ciríaco. — Oiganle a los dos pichones. Apeeaie 
pues. 



[164] 



T KA TRO COMPLETO 



María. — Padrinito! 

Puchini. — Mará... mará .. mará... Pare 

cuando soné lo dulce, che. A este pase vamo 

a tenere lo casorio amontónate. 
Marallón. — De uno por lo menos . . . sospecho 

que será usté el padrino. 
Obdulia. — Ay sí? Están muy verdes todavía. 
Puchini. — No habrá peligre de que voelva lo 

gabuche?... Ostede van per allá, no es? E 

buene. Vame cunte. 
María. — Tatita no apareció entoavía? 
Ciríaco. — Ja, ja, ja, viejo loco. Anda con un 

entripau . . . 
María. — Es que usté también padrino . . . 
Ciríaco. — Ah sí? Yo también no? Y cuando él 

me las hace a mí? Que venga por otra ahora! 
Guillermo. — No quiere venirse en el breque? 
Ciríaco. — No, mijos, no. No me gusta el asao 

de paleta. Yo tamién jui joven, che. Hasta 

lueguito nomás. Hasta lueguito Vencedura. 

Cuidármelos bien. (Mutis.) 
Vencedura. — (Desde fuera.) Pierda cuidau, 

don. 

Guillermo. — Bueno, te decidís, sí o no? 

María. — Por qué me pedís eso Guillermo 9 

Guillermo. — Pero si es una tontería. Pa ha- 
cerlo rabiar a ese y nada más. 

María. — Pa hacerlo rabiar. 

Guillermo. — Y pa saber si me querés. Pero ya 
estoy viendo que no. 

María. — Te quiero, sí, Guillermo; demasiado 
lo sabés. Te quiero con toda mi alma. Pero no 
me pidás eso. Sería matarlo de pena al pobre 
tata. 



[165J 



ERNESTO HERRERA 



Guillermo. — Déjate e inventar escusas. Deeí 
que no me querés. Si me quisieras te vendrías 
conmigo. 

María. — Y después. . . 

Guillermo. — Nos casábamos y ya está. Pero 
vos no me querés. 

María. — Por qué me hablas así. 

Guillermo. — Sos más porfiada. Siempre que- 
rés salirte con la tuya. Si me quisieras como 
decís. . . Pero no. . . que vás a querer vos. Sos 
incapaz de querer a nadie. 

María. — Malo. . . Por qué me decís eso? 

Vencedura. — Muchachos! 

Guillermo. — No es verdad, no? 

María. — Salí . . . 

Vencedura. — Muchachos! 

Guillermo. — Ya está gritando la lechuza esa. 
Gueno. Vas a venir? 

María. — Sí, pero después... ya sabés lo que 
me prometiste. 

Guillermo. — Perdé cuidau. 

ESCENA VI 
Dichos, Vencedura y Nemesio. 

Vencedura. — (Fuera.) Muchachos! Pero dónde 
diablos se habrán metido estos diablos? ... Y 
usté, qué hace ahí? 

Nemesio. — Nada. Rumbo a las casas nomás. Me 
bajé p'hacer un alto. 

Vencedura. — No me ha vido por ahí a los mu- 
chachos. 



[166] 



TEATRO COMPLETO 



Guillermo. — Aquí estamo pues. No hemo juido 

entuavía. (Por Nemesio.) 
Vencedura. — Creía que se los había tragau 

mandinga. (Reparando en Nemesio.) Pero qué 

le pasa a usté? 
Nemesio. — A mí? Qué me va a pasar? 
Vencedura. — Tiene una cara e dejunto! 
Nemesio. — (Desafiando a Guillermo.) Te pa- 
rece a vos, che? 
Guillermo. — No es pa tanto, después de todo. 

El perder una carrera, . . 
Nemesio. — No quita la esperanza de ganar la 

otra, mesmo. 
Vencedura. — Y la otra che, se correrá? 
Nemesio. — A mí se me hace que sí. . . Y a vos, 

che? No te sentís con juerza? 
María. — (Interponiéndose.) Vamos. 
Guillermo. — Pa todas las que querás. 
Nemesio. — Entonces carrera hecha. 
Guillermo. — Pa cuándo, che? 
Nemesio. — Vos lo dirás. 

Guillermo. — Pa pronto entonce. Y se jue- 
ga?... 

Nemesio. — El cuero hermano Guillermo . . . 
Guillermo. — Pucha que te apuntas juerte! 
Nemesio. — Como seguro e ganar! 
Vencedura. — Y ahora vamo a tener truco y 

retruco hasta la noche. Cristianos sonsos . . . 

habiendo flor! . . . 
Guillermo. — De la flor se trata, doña. 
Nemesio. — De la flor mesmo. . . y del resto! 

Mutación 



[197 3 



CUADRO TERCERO 



La casa de Don Ciríaco. Al foro casa de material bien 
construida, con una puerta y dos grandes ventanas 
abiertas sobre la escena Una gran glorieta sobre 
el frente de la casa. A la izquierda primer término, 
especie de galpón donde ha hecho fogón la peona- 
da y algunos viejos que no bailan. Se alza el telón 
sobre las últimas figuras de un shatmg que las 
parejas bailan dentro de la casa y bajo la glorieta. 

ESCENA I 

Flores, Laguna, Indalecio, Salustiano, Vence- 
dura y demás peones, luego Puchini. 

Flores. — Vea si no es una vergüenza. Cruzando 
las patas como las cigüeñas habiendo entre los 
criollos bailes tan lindos! Si todo está lo mes- 
mo; juna perra! 

Vencedura. — Ni mazamorra han hecho. Dónde 
se ha visto? Y en lugar de licor de rosa, a que 
no saben lo que dan? Helau. 

Laguna. — Y eso qué es? 

Vencedura. — Escarcha con azúcar. Es güeno 
pero te hace doler los dientes. 

Indalecio. — Esos han de ser inventos e la mais- 
tra. Como si lo viera. 

Vencedura. — Igual que el vino e los esámenes; 
te acordás? 

Flores. — Le empinaron gordo, che. 

Vencedura. — Sí, como pa empinar. Parecía co- 
sa del diablo, che. Al ir a destaparlo sonaba 



[168] 



TEATRO COMPLETO 



como un trabucazo y hacía saltar el tapón 
hasta la mesma cumbrera. Después se reda- 
maba todo. 

Salustiano. — Y era rico? 

Vencedura. — A que no sabes a qué tenía gusto? 
A pie dormido che. Pa mí que era cosa e 
brujas. 

Flores. — Cha que habías sido baguala. 
Puchini. — Ese se chame vine de barbere. 
Flores. — Otro! Barbere para uno. Champán le 

dicen en cristiano. Lo que es no haber visto 

pueblo. 

Vencedura. — Sí; pa dir como juiste. Mucho 

champán te habrán dau. 
Flores. — Pero lo vide tomar, che. 

ESCENA II 

Dichos y Nemesio. 

Laguna. — Usté no baila, don? 
Nemesio. — No entiendo las gueltas esas. 
Vencedura. — Yo tampoco. A mí que me deán 

un gato. A la que te criaste y nada más. 

(Nemesio avanza hasta el medio del patio, 

mira por las ventanas hasta ver la pareja y 

sale por la derecha.) 

ESCENA III 

Dichos., Gervasio y Ciríaco. 

Laguna. — CAZ ver a D. Gervasio.) A la orden! 
Indalecio. — (Al ver a D. Gervasio.) A la orden! 



C 169 ] 



ERNESTO HERRERA 



Gervasio. — Están bien. . . están bien. . . No hay 
ningún mamau entuavía? 

Vencedura. — La que está media ... es la mais- 
tra! Ahí anda con el procurador. 

Gervasio. — A vos naide te pregunta. No me 
lo han visto a Nemesio? 

Laguna. — Reciencito. Tomó como pa la enra- 
mada. 

Gervasio. — Güeno, mirá sin que él te vea. 

Ciríaco. — Y qué tal viejo, qué tal? Se te pasó 
el entripau? Ja, ja, ja. El caballo é el come- 
sario... Bonito papel han hecho comesario y 
mancarrón. Tomá, dale un beso juerte pa fes- 
tejar la redota. Y no pensés más en eso. 

Gervasio. — No . . . Si creerás cuando menos que 
te la viá dejar así, que te la llevés de arriba; 
qué poco me conocés! 

Ciríaco. — Querés la revancha entonces? Pa 
cuándo? Vamo a ver. Porque tenés que ha- 
certe de otro flete. Si no lo hubieras degollau 
al tostau. 

Gervasio. — Vos sabés si no tengo otro? 
Ciríaco. — Viejo trompeta. Tenemo que hablar 
largazo. 

Gervasio. — Sí, ya vide. Ta güeno. Conque... 
ta güeno, ta güeno. 

Ciríaco. — Ja, ja, ja. Pero estás animal hoy. Ja, 
ja, ja! Lo que hace un mancarrón lerdo. El 
caballo e el comesario. Bonito papelón. (Mu- 
tis.) 



r i7o 3 



TEATRO COMPLETO 



ESCENA IV 
Dichos, luego el viejo Sauro. 

Gervasio. — Qué hace por acá éste? 

Sauro. — ( Saliendo.) Nada, compadre. Se lo viá 
decir al oido. Campeándolo al napolión. Un 
capricho que se me ha metido en el mate, no? 
Quiero tener el gusto de degollarlo de parau. 

Gervasio. — Ya anda mamau como un chivo. 
Vaya a dormir la mona, compadre; enseguida. 
No quiero verlo por acá. 

Sauro. — Pero si es nada más que un capri- 
cho . . . Dos puñaladitas disgraciadas Ni daño 
que le van a hacer. 

Gervasio. — Qué está hablando! 

Sauro. — Vea compadre. Lo he jurao por la me- 
moria e mis tatas. No me haga quedar mal. . . 
Son dos puñaladitas nada más. Una cosa e 
nada. 

Gervasio. — Sargento! 
Laguna. — Ordene! 

Gervasio. — Tocámelo pa juera al mamau este. 
Sauro. — Pero vea compadre. Lo he jurao por 

la memoria e mis tatas. . . 
Puchini. — Adió! Ya está aquí cueste bergante. 

Musoline, co la memoria de la sinvergüence 

de so tata. 

Sauro. — Lo vé? Ahí lo tiene. Déjemelo, com- 
padre. Dos puñaladitas nada más. . . 
Puchini. — No sa m'acerque! 
Gervasio. — Tocámelo pa juera, ya. Y como me 



[171] 



imilü STO HERRERA 



lo veas aparecer me lo metes de cabeza en el 
cepo de lazo. (Mutis.,) 

Sauro. — (Haciendo mutis con Laguna.) Es una 
injusticia, compadre. Total, una cosa e nada. 
El último gustito pa'este pobre viejo Dos pu- 
ñaladitas nomás. 

Puchini. — Ay viste! Una cose de nada le chia- 
me cuesto anemale a cortare lo pescueze de 
une crestiane. Ma ca gabuche 1 

Vencedura. — Pero son crestianos ruines estos 
gringos! Tenerle miedo a un mamau. 

Puchini. — Miede yo? Ma antunce osté conf on- 
de lo miede co la prudencia? 

Flores. — Pru. . . qué. . . don? 

Vencedura, — Ponele apodos nomás. 

Salustiano. — Jabón se llama en cristiano. 

Vencedura. — Ja, ja, ja! Pero son bichos ruines. 
Palomita voladora, que te vas al cemente- 
rio. . . 

Puchini. — No ma nombre lo cementerie. . . 
Caramba! Ancime de lo cuerne, lo palo. Due 
puñaladite . . . Une cosite de nada ... Lo ce- 
menterie. Dañe guste lo gabuche. 
(Se oyen voces de: "Eso es, la maistra. Muy 
bien. Que cante la maistra!" Van saliendo to- 
dos los invitados.) 

Obdulia, — Pero por Dios, misia Elvira, si yo 
no sé! 

Marallón. — Pero cómo no va a saber. No se 
haga de rogar. Parece mentira doña. 



[172] 



TEATRO COMPLETO 



ESCENA V Y ULTIMA 

Dichos, Obdulia, Misia Elvira, Gervasio, Ciría- 
co, Marallón, María Valentina, Guillermo. 
Luego Sauro, Nemesio y Sargento Laguna. 

Misia Elvira. — (Ofreciéndole la guitarra.) Un 
estilo nomás. Pa que vea el forastero, que. . . 

Oedulia — Ay por Dios! qué compromiso. Us- 
tedes quieren hacerme quedar en ridículo an- 
te este señor. 

Gervasio. — Métale, métale doña. Si se está mu- 
riendo e ganas. (Obdulia canta. Al final gran- 
des aplausos. Vencedura y milicos se han ido 
acercando a la enramada ) 

Vencedura. — Salga de ahí! Parece una gata e 
monte. 

Laguna. — Por qué no la desafías a un contra- 
punto? 

Vencedura. — No me dieran más trabajo . . . 

María. — Ahora él. Es justo que corresponda. 

Ciríaco. — Y más cuando es medio poeta como 
el amigo. Largue una de esas cosas, nomás. 

Obdulia. — Oh, sí. Ahora no puede negarse y 
ha de ser improvisado. 

Marallón. — Bueno ... si ustedes se empeñan. 
Veremos lo que nos sale. (Canta y le hacen 
las mismas demostraciones; las parejas vuel- 
ven a entrar algunas en la casa y otras pasean 
por el patio. María Valentina y Guillermo se 
sientan en un banco en primer término.) 

María. — Me tiene intranquila Nemesio. Te mi- 
ra de una manera . . . 



[1731 



ERNESTO HERRERA 



Guillermo. — Déjalo. . . 

María. — Es que . . . 

Guillermo. — Le tenés miedo? 

María. — Sí; pa que te lo viá a negar. Le tengo 
miedo. Me parece . . . 

Guillermo. — Y lo querés un poquito también. 

María. — Guillermo!. . . 

Guillermo. — Decílo nomás. Lo querés?. . . 

María. — Como a un hermano. Dios mío! Si su- 
piera. 

Guillermo. — Si supiera, lo que? 
María. — Nada. Por qué no le hablás al viejo 
antes? 

Guillermo. — Pa qué? Pa que nos diga que no. 

Lo conozco más a tu tata . . . 
María. — Dios mío! 

Guillermo. — Ya andás mauliando? Te espero 
en la glorieta. Has oído? El sulki ya está pron- 
to. En menos de una hora estamos en el pue- 
blo. Vas a dir? 

María. — Sí, ahora iré. (Se aleja de él, para con- 
fundirse entre los grupos. Guillermo queda 
mirándola. Se frota las manos y entre satisfe- 
cho y burlón dice.) 

Guillermo. — Ta güeno! 

Obdulia. — Propongo una gallina ciega. 

Marallón. — Aceptado sin discusión. 

Ciríaco. — Con una condición ha de ser. Que ha 
de tallar don Puchini. 

Puchini. — Le galle yo? 

Vencedura. — Cómo será el gallinero? 

Todos. — Que le venden los ojos! 

Obdulia. — Ya está! (La muchachada forma 
rueda alrededor del italiano y empieza el yue- 



[174] 



TEATRO COMPLETO 



go. En esto se oye la voz de Sauro que habla 
con Laguna a gritos.) 

Sauro. — Ah! no, no, no! Lo he jurao por la me- 
moria e mis tatas y yo lo que juro lo cumplo 
aunque sepa que me han de jusilar dispués. 

Puchini. — Ya está aquí otra vez, porca ma- 
dona. 

Sauro. — Un par de puñaladitas. No sea malo . . . 

Puchini. — Pero combatre. . . que hace... Lo 
pañuele, sácame lo pañuele... Dónde se ha- 
brá metite la poerta de lo ranche! . . . 

Sauro. — Pero compadre. No sea así. Un par de 
puñaladitas nada más. 

Gervasio. — Mételo en el cepo nomás. 

Laguna. — Vamos pues . . . 

Sauro. — Vea sargento es una injusticia. (Mu- 
tis.) 

Puchini. — Se ha ite finalmente? 

Marallón. ■ — Sí pues; salga nomás que ya pasó. 

Puchini. — Ma ha viste? Due puñaladite. Ma 
que vieque sasine. 

Ciríaco. — Güeno, güeno. Aura ya pasó. A ver 
esa música, che. Métanle a una polkita nomás. 

Misia Elvira. — Y la yunta brava, che? 

Ciríaco. — No sé, por ahí han de andar. Cansaus 
de bailar, seguro. (Empieza el baile. Guiller- 
mo atraviesa la escena como mirando de cor- 
tarse. Al ir a salir se encuentre frente a Ne- 
mesio.) 

Guillermo, — Ah! Estabas ahí? 
Nemesio. — Mesmo. 

Guillermo. — Güeno. Ni una palabra más en- 
tonces. Si estás enterau de todo. 
Nemesio. — De todo. 



[175] 



ERNESTO HERRERA 



Guillermo. — Ni una palabra más entonces. 

Nemesio. — Sí, por qué no. Si te he atajau por 
eso. Pa conversar. Tengo que hacerte un pe- 
dido. 

Guillermo. — Si está en mis manos. . . Hablá. 
Nemesio. — Quisiera ser el padrino de tu ca- 
sorio. 

Guillermo. — De mi casorio con quién? 
Nemesio. — Con quién? y entuavía lo pregun- 
tás! 

Guillermo. — Como nunca pensé en eso, me ex- 
traña el pedido, no? Si yo creía que eras vos 
el de la boda. Qué Nemesio este! . . . Estás con 
la marca ardiendo! 

Nemesio. — Ansina es. Pa que te lo viá negar,. 
Los sotretas como vos... 

Guillermo. — Bajá la prima y no grités. . . 

Nemesio. — Tenés razón, vamos. 

Guillermo. — Vamo. (Mutis resueltos. El baile 
ha seguido. María Valentina sale, atraviesa ía 
escena como buscando a Guillermo. Al verlo 
alejarse seguido de Nemesio, corre tras ellos 
trágicamente.) 

María. — Guillermo!. . . Nemesio! . . . TatitaL ... 
(Todos acuden. Escena de confusión. Voces de* 
"Qué pasa? qué es eso?" 

Nemesio. — (Entrando con el cuchillo en la ma~ 
no.) Nada! La otra carrera... La hemos ga- 
nado, padrinol 



TELON 



[176] 



LA BELLA PINGUITO 

PETIPIEZA EN UN ACTO 



12 -2t 



PERSONAJES 



Angélica 
Eduardo 
Un Criado 

PÉREZ 

Leandro 



La escena en Río Azul 



ACTO UNICO 



Consultorio de un médico. Ventana a la calle (late- 
ral izquierda) a derecha, puerta que comunica con 
el exterior, y al foro, salida para el zaguán. 

ESCENA I 

Criado, luego Angélica. 

Criado. — (Sacudiendo con un plumero.) Qui- 
siera ser canflinflero — para conseguirme una 
mina (marcando unos compases de tango.) Ay 
Gusé, Gusé. Qui tiempos aquellos. Ah! Como 
las golondrinas — qui ya no vuelverán. Ay 
doctor D. Eduardo qui gran macana. Pero si 
entovía lo pienso y me parece que es una pe- 
sadilla. Piro no . . . Si es verdad. Si hace seis 
meses qui estamus aquí. Vamos qui . . . qui 
no me cabe en la cabeza. Vamos, despertate 
Gusé qui estás soñando. Piro no. No estoy 
soñando, no. Mire Ud. qui el Dr. D. Eduardo 
casado. Mire Ud. qui el Dr. D. Eduardo es- 
tablecido en un pueblo. Mire Ud. qui el Dr. 
Eduardo acustándose a las 9 de la noche. Va- 
mos qui esto es cosa de brujas. Qui diría el 
negro Pérez si viera esto y toda la patota de 
la casita. Aquella sí que era vida. Meta tanju 
y déle tanju. Quisiera ser canflinflero para 
conseguirme una buena mina. . . Pero qui va 
a conseguir minas uno en este pueblucho 
uf. . . Tudas las criadas son negras uf . . . 



[179] 



ERNESTO HERRERA 



Aquello era otra cosa. Ay la casita ... la ca- 
sita, aquello era vida. 

Quisiera ser ... La señora. Benditu sea Dios. 
A las diez de la mañana la señora. 

ESCENA II 
Dichos y Angélica. 

Angélica. — Dónde está Eduardo 7 

Criado. — Pues ya se lo dijo a Ud anoche qui 
no vendría hasta hoy a las dos porqui había 
de asistir a la señora esa de no sé que cañada. 

Angélica. — Mentira! 

Criado. — Mintira? 

Angélica. — Mentira sí, tú lo sabes bien, hipó- 
crita! 
Criado. — Yo . . . 

Angélica. — Tú, sí Crees que yo me chupo el 
dedo. Eduardo fue... a Montevideo. 

Criado. — A Muntivideo. 

Angélica. — Sí, a Montevideo. Y tú lo sabías. 

Criado. — Yo . . . si lo hubiera sabido mi iba de- 
trás, aunque fuese haciendo la culadera en el 
auto. A Muntivideo nada menos Con las ja- 
nas que yo. . . 

Angélica. — Pero de veras tú no sabes nada? 
Mira, a mí no me lo ocultes. Conmigo no vas 
a perder nada. Toma para ti. 

Criado. — Anda una propina La primera desde 
qui salimos de allá. 

Angélica. — Bueno, y ahora díme todo lo que 
sepas. Que tú eres el hombre de confianza de 
Eduardo y le has servido siempre para todos 



[180] 



TEATRO COMPLETO 



sus. . . Oh, yo bien lo sé, sí. A qué hora vino 
aquí el automóvil ese? 
Criado. — Al terminar la consulta. Llejó muy 
apurado ese jaucho . . . qui le llaman Don Ci- 
riaco. Y diju que la señora estaba, vamos 
quL.. qui necesitaba con urgencia los servi- 
cios del médico y qui eran nada más que trein- 
ta lejuas y qui era la cosa de ir en sejida 

y--- 

Angélica. — Sí. . . Eso fue lo que me dijo Eduar- 
do. Aprendiste bien la lección. 

Criado. — Ah, no señora. Yo le guro qui . . . 

Angélica. — Basta. No jures nada. Aquí debe 
estar la clave. Dónde guarda el Dr. las cartas? 

Criado. — Cuáles cartas? 

Angélica. — Las que recibe. 

Criado. — No sé. 

Angélica. — No sabes, no? Pues lo averiguare- 
mos. (Empieza a revolver los cajones. Por úl- 
timo tropieza con uno cerrado.) Aquí... 
aquí ha de estar la clave. Aquí . . . están los se- 
cretos. Dónde está la llave? Ya habrá tenido 
buen cuidado de no dejarla a mano, sí... El 
hipócrita! Y quien lo oye parece que... Ah, 
pero yo me he de convencer por mis ojos. 
Aquí, aquí ha de estar la clave, aquí. Por algo 
está cerrado este cajón. 

Criado. — Pero señora. . . es qui ese cajón. 

Angélica. — Qué tiene ese cajón? 

Criado. — Es qui el Dr . . . 

Angélica. — Guarda aquí ... los secretos de la 
profesión, no? Maldita llave) Ah, pero... Te 
has de abrir. 

Criado. — Pero es qui el Dr. mi tiene prohibido. 



[ 181] 



ERNESTO HERRERA 



Angélica. — Ah! . . . Prohibido, no?. . . Sist, cla- 
ro. Trae un cortafierro. 
Criado. — Para? 

Angélica. — Para, para. . . No has oído lo que 
te mandé? Sí, claro; como que tú también. 
Oh!, pero... Qué me traigas un cortafierro! 
¿Es que también te ha dado orden de desobe- 
decerme, el doctor? Ya te arreglaré las cuen- 
tas, sí. A tí y a él también; a él, primero. El 
señor doctor! Buen hipócrita, buen canalla, 
buen bandido, buen... (rompiendo a llorar.) 
Infame. Adúltero. Después de haberlo espe- 
rado cinco años. A los seis meses de casada. 
Pasarse una noche entera fuera de casa. 

Criado. — Permítame qui le diga que la señorá 
es injusta con el doctor. Quien lo ha vistu co- 
mo yo . .y quien lo ve ahora desde el mismo 
día qui se casó. Si es otro hombre. Pero si es 
un múdelo. Si dan janas de. . . de irse a servir 
con otro de tan juicioso que se ha puesto. 

Angélica. — Juicioso, sí, juicioso. Poco le ha 
durado el juicio. Infame. Bien me lo decía mi 
madre. Vas a ser muy desgraciada, hija mía. 
El matrimonio es una cadena de lágrimas. Ah, 
pero conmigo está equivocado, eh? Bien equi- 
vocado. Porque yo me divorcio, me divorcio y 
me divorcio. Aún no has traído el cortafie- 
rro? Te has de abrir y te has de abrir y te. . . 
y te abriste! Ahora vamos a ver. Aquí. . . Un 
sobre lacrado. (Tomándole el olor.) Cuando yo 
decía que... Pst, claro... Huele ahí. Sabes 
cómo se llama ese olor? Eso se llama olor a 
loca. 

Criado. — No. 



[182] 



TEATRO COMPLETO 



Angélica. — En? 

Criado. — Non, señora, no. Les conozco bien 
el perfume. 

Angélica. — Sí, claro. Vienen muchas, no? 

Criado. — Aquí? Non, señora, no. Desde qui el 
Dr. se casó y se vino a vivir a este pueblo . . . 
Aquí no hay ni crocotas. En Muntevideo sí. . . 
Aquello era una bindición. Vinía cada una. 
Ay Gusé, Gusé! ... Y qui propinas! Hasta 
cinco pesos guntos mi tienen dado. Había una 
señora qui era de estas que. . . dil tiatro, sa- 
be? de estas qui les llaman chanteusas. Una 
italiana. Ah! . . quí italiana! . . . Cuando se iba 
degaba todo el consultorio lleno de un perfu- 
me!. . . 

Angélica. — Una italiana, no? Sí, claro. Aquí 

está. Hiporviotina. 
Criado. — Hiperviu, qué? 
Angélica. — Te suena, no? 
Criado. — Ese nombre lo he visto yo en algún 

frasco. 

Angélica. — Frasco, sí, buen frasco. Ah, pero 
yo te garantizo que como la pesque aquí a la 
italiana esa. . . 

Criado. — No, señora, no. Aquí. . . no hay eso. 
Las únicas italianas qui vienen aquí son las 
de las chacras los días de la consulta gratis. 
Y esas. . . Ay, señora! Esas sí qui no dejan 
perfume. 

Angélica. — Ah, infame! Esta sí . . . Mírala . . . 

mira esta carta. 
Criado. — Ah . . . esa sí. 

Angélica. — Mío caro: non poso piu vivere 



[183] 



ERNESTO HERRERA 



cossí dimenticata de te io voglio essere la tua 

antica Mirandolina, io voglio . . . 

(Se oye la bocina de un auto.) 
Criado. — Ay, Guesus. El Doctor. La qui se ha 

de armar aquí. (Se oye el timbre.) 
Angélica. — No, no es el infame, no! 
Criado. — Benditu sea Dios. 

(Se oye la voz del negro Pérez: Ah, de la 

casa. Dónde está ese doctor?) 
Criado. — El negro Pérez. Piro . . . piro qui mi 

ahorque si no es el negru Pérez. Piro cuan- 
do haberá vinido? 
Angélica. — Alguno de los amigotes de soltero, 

no? 

Criado. — Amijote? Cumo chancho con el Dr. 
Más divertido! . . . 

Angélica. — Divertido, no? 

Criado. — Piro. . . qui le digo? 

Angélica. — Que pase. 

Criado. — Piro la señora. . . 

Angélica. — Ni una palabra, pero ni una pala- 
bra. Como yo te oiga. . . 

Criado. — No, no . . . No, señora, no. Pierda cui- 
dado que yo . . . como un sepulcro 

ESCENA III 

Menos Angélica. En seguida el negro Pérez y 
el loco Leandro. 

Pérez. — Pero es que no hay nadie aquí? 
Criado. — Señuritu Pérez! 
Pérez. — Gallego! Pero vení pa acá. Déjame que 
te dé un abrazo! 



[184] 



TEATRO COMPLETO 



Criado. — Señuritu . . . señuritu! 

Pérez. — Y el ladrón de tu doctor, dónde está? 

Criado. — No ha de tardar. Cuando venga y se 

encuentre. Pero, cuándo ha venido . . . 
Pérez. — Ahora, no lo ves. En cinco horas, che 

Récord completo. Bajá pues 
Criado. — Viene. 

Pérez. — El loco Leandro. Pero che ... y a todo 
esto, la señora de Eduardo no vive aquí, no? 

Criado. — No, señor, no . . aquí tenemos solo 
el consultorio, pero. . 

Pérez. — Pero qué?. . . 

Criado. — Nada, qui la señora. . vive en la 
quinta. 

Pérez. — Pero, che, locó. Bajá pues. Estamos so- 
los. Solos con Galicia Chica. Aquí es el con- 
sultorio. 

Leandro. — Gallego 1 

Criado. — Señuritu! 

Leandro. — Pero míralo al gallego. Hasta ne- 
gro se ha puesto. 

Pérez. — Pero qué te pasa, che, Galicia? Estás 
achuchado? Qué tiene éste? 

Leandro. — Claro. La sorpresa. 

Criado. — Claro. Quién iba a decir? 

Pérez. — No, che, che. No me vengás formando 
el cuento. Vos tenés algo. Vos ocultás algo 
aquí. Vení pa acá. Mírame fijo. A ver el alien- 
to? Vos te estabas empinando el wiski del Dr. 
Decí que no. Si te conozco más. . . 

Leandro. — Con razón tardaba tanto en abrir. 

Criado. — Piro, yo les guro qui . . . 

Pérez. — Déjate de macanas, gallego. Si te co- 



[185] 



ERNESTO HERRERA 



noceremos las mañas. Piedrún! Pasá la bo- 
tella. 

Criado. — Qué, señuritu Pere... Ud. siempre 
tan. . . 

Leandro. — Sí, che, che, la botella que venimos 
con mucho frío. A ver si nos vas a formar 
el cuento ahora. 

Pérez. — Pero si no le vamos a contar, hombre. 
Pasá la botella, pasá. 

Criado. — Piro es que yo. 

Leandro. — Pero, che, Galicia. 

Pérez. — Déjalo. Si por aquí debe tenerla amu- 
rada. En cualquier rincón de estos nomás. Pe- 
ro, pero, y ésto, che? 

Leandro. — Un capelín. 

Pérez. — Y de fabricación casera Con razón, 
pues. Pero, miralo al gallego. Por que ésto es 
cosa tuya, no me digas que no, que una dona 
con ese capelín no puede ser cosa de Eduardo. 

Leandro. — Ca! . . . Con que esas teníamos, no . . . 
Ranún! Recibiendo visitas en el consultorio 
cuando el doctor no está, no? 

Criado. — Señuritu, por Dios. 

Pérez. — Andá, mosca muerta. Hacela compa- 
recer. 

Criado. — A. . . 

Pérez. — A la gallega del capelín. Hacela salir. 
Leandro. — Eso es, que comparezca la prójima, 
la dueña del capelín. 



[ 186] 



TEATRO COMPLETO 



ESCENA IV 

Dichos y Angélica. 

Angélica. — Con permiso, señores. Ese som- 
brero. 

Pérez. — Es de. . . de Ud. . . . 

Angélica. — Sí, señor, sí. Un poco demodé, no? 
No le extrañe. Fabricación casera. En estos 
pueblos. . . 

Leandro. — Plancha para uno! 

Pérez. — Pero Ud usted no es de este pue- 
blo, no? 

Leandro. — Ni de fabricación casera. 

Angélica. — No, señor, no . . . Soy . . . italiana. 

Pérez. — Pues, no se le conoce. 

Angélica. — Es que he venido a América de 
muy niña. 

Leandro. — En alguna . . . Compañía. 

Angélica. — Sí. . . eso es. . . de Varietés. Tam- 
poco se me conoce, verdad? 

Pérez. — Eso. . . eso, sí se le conoce. Ustedes las 
mujeres de teatro, tienen una gracia, un án- 
gel, un no sé qué. . . 

Angélica. — Y Uds. como gente entendida. 

Pérez. — Sí. . . un poco. 

Leandro. — Eso es. . . un poco. 

Angélica. — Oh. . . se ve. 

Pérez. — Y hace mucho tiempo que. . . que lo 
trata a Eduardo? 

Angélica. — Que nos tratamos... íntimamen- 
te... seis meses. 

Leandro. — Seis. 



E187] 



ÍRNBSTO HERRERA 



Angélica. — Justo. . . seis meses. 
Leandro. — Pero entonces desde que . . . 
Angélica, — Eso, desde que, . se casó, 
Pérez, — Pero, te das cuenta, che. Este animal 

ha resultado mucho más bandido de lo que 
" nosotros pensábamos. Nos ha dado cola y 

luz. . . 

Angélica. — Claro, Uds. no serían capaces de 
casarse y. . . 

Leandro. — Yo francamente ... de casarme, no. 
De todo lo otro, es decir de tener una amigui- 
ta tan encantadora como Ud. t de eso ... ya lo 
creo. 

Pérez. — No, pero si lo que nos asombra, no 
es. . . Ca! Si lo conoceremos a Eduardo. 

Angélica. — Mucho, verdad? 

Leandro. — Como que . . . figúrese Ud. Desde 
estudiantes. . . jamás nos habíamos separado. 
Vivíamos juntos puede decirse. Todas las juer- 
gas y todos los líos Figuresé si nos conocere- 
mos. Si éramos inseparables hasta . . . 

Pérez. — Sí, hasta que un día, este loco sale te- 
niendo novia en serio y de la noche a la ma- 
ñana, paf, el Dr. Eduardo Gurméndez aparece 
casado con una campusa y convertido en mé- 
dico de aldea en un pueblucho del interior. 

Angélica. — Sí que les habrá causado asom- 
bro ... 

Leandro. — Asombro? No. Siempre lo habíamos 
tenido a Eduardo por un loco capaz de cual- 
quier .burrada. Claro eso sí, pensamos lo que 
era lógico pensar que le duraría. 

Angélica, — Una semana. 

Leandro. — Y que a los pocos días, lo tendría- 



[186] 



TÍA TRO COMPLETO 



mos allí de nuevo, lleno hasta el pelo más 
largo de las delicias de la vida honesta y pi- 
diendo el divorcio a gritos. 

Angélica. — Y. . . pasó esa semana. 

Pérez. — Esa semana?, . . Y un mes y dos y cin- 
co. . . y hasta hoy. 

Angélica. — Y no. . . no se escribían Uds.? 

Leandro. — Esa es otra. Pero si es que es un 
hipócrita! Qué bandido! Ud. sabe lo que tuvo 
la audacia de escribirnos, anteayer? 

Angélica. — Anteayer? 

Pérez. — Enteresé. Pa que lo vaya conociendo. 

Angélica. — "Pues... lo dicho. Que soy feliz 
como no lo merezco, que mi mujercita es un 
ángel y estoy enamorado de ella como jamás 
sospeché que pudiera llegar a enamorarse un 
hombre. Créanme, muchachos: la única feli- 
cidad posible está en el amor honrado, en el 
hogar honrado junto a la esposa única". Y ésto 
lo escribió hace dos días? 

Leandro, — Ha visto Ud. mayor farsante? Y 
ahora resulta que el amor honrado y el hogar 
honrado era. . . otra italiana. 

Angélica. — "Y en cuanto a la italiana, que tam- 
bién ha tenido la audacia de escribirme, di- 
ganlé si sabe de algún hombre tan burro que 
teniendo un ángel en casa, vaya a buscar al 
diablo afuera. Pero que . . . 

Pérez. — Ha visto? Pero qué hipócrita! 

Leandro. — Pero qué suerte de hombre, digo 
yo. Pero dónde diablos irá a buscar este la- 
drón estas. . . maravillas de italianas. 

Angélica. — Nada. Que debe tener corresponsa- 
les en Roma. 



[189] 



ERNESTO HERRERA 



Pérez. — O en el cielo, porque lo que es. . . este 
su gracia, si no es indíscresión. 

Angélica. — Valiente!... Porque... Pues me 
llamo. . La Bella Pinguito. 

Leandro. — Olé. Pues vaya por la Bella Pin- 
guito que nos ha quitado de encima una bue- 
na preocupación. 

Angélica. — Una preocupación? 

Pérez. — Claro. Al leer una carta semejante, 
figuresé Ud. . . . Qué cabía pensar? Que el po- 
bre Eduardo se había quedado idiota en la flor 
de la edad o que estaba loco. 

Leandro. — Y había que encerrarlo. A eso ve- 
níamos. A convencernos por nuestros propios 
ojos para... para llevarlo a un sanatorio. 

Angélica. — Y ahora. . . qué piensan Uds,? 

Pérez. — Pues pensamos que los idiotas hemos 
sido nosotros al creer que Eduardo pudiera 
haber escrito en serio... esas macanas. Aho- 
ra, claro, ahora está todo explicado. Con una 
amiga como Ud., no digo yo en Río Azul... 
Aunque fuera en la Cañada Verde. Pero qué 
farsante! El amor honrado... el hogar hon- 
rado... Pero qué hipócrita! Bueno, pero y a 
todo esto Eduardo no viene y estamos aquí a 
pico seco. Che Gallego! ... No se moleste Pin- 
guito, no se preocupe. . . Haga la cuenta que 
está en su casa. Nosotros somos... Che Ga- 
llego! Traé algo pa tomar pues. Qué toma, che 
Pinguito? 

Angélica. — Pues yo . . . cualquier cosa. 
Pérez. — Así me gusta. Tráete Wisky, che. Has 
oído? 



[190] 



TEATRO COMPLETO 



Criado. — Piro, señuritu Pérez es qui. . . es qui 
no lo hay en casa. 

Leandro. — El qué? En casa de Eduardo no hay 
Wisky. . . Vamos, vamos. . . 

Pérez. — Pero, che Gallego. Pero vení pa acá. 
Es que no me conoces más vos? Es que nos 
vas a venir a formar el cuento? Pero no estás 
viendo que somos nosotros. 

Criado. — Pero es qui yo les guro que el Dr. 
ya. . . ya no toma ni ésto. 

Pérez. — El qué? Andá a bañarte, andá. 

Angélica. — Traé Wisky, José. 

Criado. — Bueno, lo traeré de la confitiría de 
al lado, pero dispués Ud. . . 

Angélica. — Sí, hombre, sí. Está medio aturdido 
el pobre gallego. Claro ... La sorpresa. 

Leandro. — Fuma Pinguito? 

Angélica. — Sí. . . a veces. Gracias. 

Pérez. — Esté cómoda, che. A su gusto. San 
fason nomás. Estamos entre camaradas. Ami- 
gos viejos. . . 

Leandro. — Y dígame una cosa. Usted nunca ha 
trabajado en Montevideo? 

Angélica. — No . . . En los pueblos siempre. 
Nunca me he atrevido. 

Pérez. — Qué nunca se ha atrevido? 

Angélica. — No como. . . Ud. sabe. . . los gran- 
des escenarios de Variétés requieren nombre, 
fama. 

Leandro. — Nombre... fama... Pues usté en 
cuanto debutara. . . la primera noche no- 
más. . . 

Pérez. — Y antes de debutar que ... no hay 



[1911 



ERNESTO HERRERA 



más que verla. Quiere una contrata para eí. 

Casino? Mañana mismo le hablo a Seguen. 
Angélica. — Y no cree que el Casino . . . sería 

para mí. . . demasiado honor? 
Leandro. — Para Ud.? Pero no se haga la chiqui* 

ta, si se las lleva de calle a todas las estrellas. 

Nada, lo dicho. Ud. debuta en el Casino, esta 

semana. 
Angélica. — Y Eduardo? 

Pérez. — Eduardo . . . Figuresé. Encantado de la 
vida. Pues no va a ser chico el éxito que va a 
tener. Seis meses de campo y luego caer como 
un cañonazo entre la patota, trayendo al cos- 
tado una nueva estrella. La sorpresa que se 
van a llevar todos los que ... lo contaban per- 
dido. . . 

Angélica. — Sí, pero. . . y la señora? 

Leandro. — Quién... la campusa esa? Que se 
embrome, hombre. Teniendo una mujer como 
Ud., va a pensar en. . . Qué se muera! 

Pérez. — Claro. O que se meta en un Convento, 
si me parece que la veo. Una señora cursilona 
de estas. Nada Está resuelto. En cuanto lle- 
guemos a Montevideo... el divorcio. 

Leandro. — Lo divorcíonamos. No faltaba máft 

Criado. — Bueno... Aquí está el Wisky, paro 
conste que yo . . . 

Pérez. — Andá, anda... Piantá de ahí. Estás 
buen hipócrita vos también. (Se oye la bo- 
cina.) 

Criado. — El Dr. . . . Benditu sea Dios. La qui 

se va armar aquíí 
Angélica. — Ahora sí es él. 
Leandro. — Una idea. Escóndase Pinguito. Va*- 



[192] 



TEATRO COMPLETO 



raos a ver hasta dónde lleva la farsa este hi- 
pócrita. Tú aquí, Gallego. Cuidadito con de- 
cir una palabra. Va a ser gracioso. 

ESCENA V 

Dichos y Eduardo. 

Eduardo. — (Desde afuera.) José. 
Criado. — Dr.!. . . 

Eduardo. — Baja de ahí esa valija. Ah. . . están 
aquí. 

Pérez. — Pero sabías? 

Eduardo. — Sí, ya me dijeron ahí por el camino 
que habían venido... dando espectáculo. Pe- 
ro... pero. . . y ésto? José. . . Y estas botellas 
y estas copas aquí en el consultorio? Qué es 
ésto? 

Criado. — Dr. yo... fueron... Yo les dije 
pero . . . 

Leandro. — Sí. . . lo mandamos nosotros. 

Eduardo. — Ah, no, che, che... Qué esperan- 
za... Retira eso, José. Aquí no estamos en 
Montevideo ni soy soltero como antes ni 
soy. . . 

Pérez. — Un sinvergüenza como antes. 

Eduardo. — Eso, tú lo has dicho. No soy un sin- 
vergüenza como Uds. Aquello ya pasó a la 
historia. Cosas de la juventud. Ahora ya son 
otros tiempos y otro mi estado y otra mi ma- 
nera de pensar, no. No falta más! Qué diría 
mi mujercita si supiera que aquí. . . 

Pérez. — Pero, pero . . . serás farsante. Nos vas 

[103] 

18- St. 



BRMBSTO HERRERA 



a hacer creer ahora en eso del amor hon- 
rado de tu. . . 
Eduardo. — Ah no, che, negro. Alto ahí. Ni «na 
palabra más sobre este punto. Hemos sido 
muy camaradas y te quiero mucho y . . . pero 
me vas a hacer el favor de hablar con respeto 
porque... Hay cosas sagradas. Sagradas, lo 
oyes? Y mi señora es una de ellas. Conque 
cuidado! 

Leandro. — Pero lo oyes tú? Pero te das cuenta? 
Pero sos hipócrita! 

Eduardo. — Hipócrita yo? Porque os hablo asíí 
Y pensaban Uds. que había de vivir encanap 
liado toda la vida. O es que creen que el hoBOf 
bre es nada más que esa porquería que se 
arrastra por ahí entre la inmundicia de los 
Cabaré. Creen que fuera de eso no hay nada, 
no. Que todo ha de ser relajación y vicio y 
desvergüenza. 

Pérez. — Te das cuenta. Fray Pacífico Otero. 

Leandro. — El diablo contando musas. El que 
no te conozca. Fiedrún. Relajación y vicio y, t ¡ 

Pérez. — Y qué me contás de la italiana, che 
Gurméndez? 

Eduardo. — La italiana! Ah, otra cosa que que- 
ría advertirles. Ya pueden decirle a esa seño- 
ra que como se me aparezca aquí en el pue- 
blo ... La hago meter en la cárcel. No fal- 
taba. 

Pérez. — No. Si es que estamos más enterados 
de lo que supones. Si es que hablamos de la 
otra, ranún. 

Eduardo. — De qué otra? 



[184] 



TÍA TRO COMPLETO 



Leandro. — Pero hasta dónde vas a llevar la 

farsa? . . . 
Eduardo. — La farsa? 

Pérez. — Sí, hombre. Larga el rollo de una vez. 

Si estamos enterados de todo. La vida honesta 

con la Bella Pinguito. 
Eduardo. — Con la bella qué? Estás loco vos? 
Pérez. — Loco, no? Loco eh? Ahora verás. Che, 

Pinguito. (Apoteosis final.) 

ESCENA VI 

Dichos y Angélica por la puerta dei zaguán. 

Eduardo. — Angélica! Me has salido al encuen- 
tro. . . yo iba ya, pero me detuve aquí con es- 
tos señores, dos amigos de otras épocas. Mi 
esposa. 

Angélica. — Señor Pérez. 

Eduardo. — Pero. . . pero. . . se conocían Uds.? 

Angélica. — Sí, hemos estado esperándote. 

Eduardo. — Tú aquí. . . Uds. 

Angélica. — No te sulfures. Estos señores vi- 
nieron a prestarme un enorme servicio. Vinie- 
ron a traerme la evidencia de tu cariño. En 
esta carta . . . 

Eduardo. — Pero, pero. . . pero qué es ésto Dios 
mío? Y Uds. tuvieron alma para entregarle 
ésta a . . . 

Angélica. — A la Bella Pinguito. 

Eduardo. — Pero ... te explicarás? 

Pérez. — Nada, Eduardo, que tu señora, nos aca- 
ba de dar una lección. Señora, yo no sé cómo 
disculparme ni cómo justificar mi. . . Perdone 

[195] 

13»-*. 



ERNESTO HSRRERA 



Ud. nuestra torpeza. De todos modos, como 
no volveremos a . . , 

Angélica. — No, por qué?. . . Eso no! Uds. han 
sido amigos de Eduardo y quizá algún día 
si alguno de Uds. tiene la desgracia de quedar- 
se idiota en la flor de la edad y quiere venir a 
pasar aquí una temporada con su señora es*- 
posa, aún podremos recordar sin enojo a la 
Bella Pinguito. 

Criado. — A la. . . a la. . . a la Bella Hnjitu. . . 



TELON 



FIN 



C1M] 



VOLUMENES PUBLICADOS 



1. — Carlos María Ramírez: Artigas. 

2. — Carlos Vaz Ferreira: Fbrmentario. 

3. — Carla» Reylea: El Terruño y Primitivo. 

4. — Eduardo Acevedo Díaz: Ismael. 

5. — Carlos Vaz Ferreira: Sobre los problemas sociales. 

6 — Carlos Vaz Ferreira: Sobre la propiedad de la tierra. 

7. — José María Reyes. Descripción geográfica del terri- 

torio de la República O. del Uruguay. (Tomo I). 

8. — José María Reyes: Descripción geográfica del terri- 

torio de la República O. del Uruguay. (Tomo II). 

9. — Francisco Bauzá- Estudios literarios. 

10. — Sansón Carrasco: Artículos. 

11. — Francisco Bauzá: Estudios constitucionales. 

12. — José P. Massera: Estudios filosóficos. 

13. — El Viejo Pancho: Paja brava. 

14. y— José Pedro Bellan: DoRarramona. 

15. — Eduardo Acevedo Díaz: Soledad y El combate di 

LA TAPERA. 

16. — Alvaro Armando Vasseur: Todos los cantos. 

17. — Manuel Bernárdez* Narraciones. 

18. — Juan Zorrilla de San Martín: Tararí. 

19. — Javier de Víana: Gaucha. 

20. — María Eugenia Vaz Ferreira: La isla de los cánticos.